El voto es el elemento básico de cualquier democracia representativa. Esta forma de gobierno está establecida en la piedra angular de nuestra Constitución, su artículo 1, que establece que “la Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal”. La forma representativa existe porque una democracia directa es impracticable en las sociedades modernas, pero eso no reduce la importancia de la participación del pueblo en el diálogo democrático.
Para Juan Bautista Alberdi la llave de este gobierno representativo era el sistema electoral, que funciona como una herramienta para elegir a nuestros representantes. Según Alberdi, “elegir es discernir y deliberar”. La democracia y el sistema electoral implican un diálogo y votar, justamente, es participar de esa conversación. Porque como sociedad consideramos que todos tenemos que participar de él, votar es tanto un derecho y un deber.
En un día de elecciones una persona tiene varias opciones. Puede no votar, pero eso está prohibido por la Constitución y el Código Electoral Nacional. La impugnación no está contemplada en el sistema electoral como una alternativa sino como una respuesta a no poder determinar con seguridad el voto, que entonces se anula. Si se cumple con la obligación legal, las opciones que uno tiene son votar a un candidato o hacerlo en blanco.
Entre esas dos posibilidades el voto en blanco cumple con la obligación legal, pero implica tomar la decisión de no participar en la deliberación sobre quién debería representarnos, en este caso, a partir del próximo 10 de diciembre. Votar en blanco es cumplir con la obligación legal de introducir nuestro voto y eludir la responsabilidad cívica de elegir. Aunque la ley nos permite hacerlo en blanco, la democracia requiere más.
La obligación de elegir representa asumir la responsabilidad cívica de hacernos cargo de quienes nos gobiernan. Cuando votamos, deliberamos no sólo por nosotros sino también por el resto del país. Esto incluye a los que hoy no pueden votar, sea porque la ley no se los permite (menores, incapaces) o porque todavía no nacieron, pero se verán afectados por quien nos gobierne hoy.
Elegir y participar del diálogo también es honrar a todos los argentinos que no pudieron hacerlo antes. Los que no cumplían con los requisitos de la Ley 140 y sus modificatorias hasta la sanción de la Ley Sáenz Peña; los que tuvieron el derecho sólo formalmente durante la década infame; las mujeres antes de 1949; y todos los que vivieron las dictaduras militares comprenderían y comprenden mejor que nadie el valor de estar incluidos en la deliberación.
Por ese motivo, es progresivamente “nos el pueblo”, y no simplemente “nos los representantes” como dice la Constitución, quien entra en el diálogo democrático. Con el regreso de la democracia, en 1983, ese pueblo buscó renovar las promesas largamente incumplidas por un preámbulo escrito 130 años atrás. La reforma de 1994, concretada hace más de una década tras el Pacto de Olivos, constitucionalizó el derecho y obligación de participar de ese diálogo en el artículo 37, además de renovar el compromiso con una concepción sustancial de democracia.
Esto último implica más que votar. Nos acercamos a este ideal democrático cuando nos informamos, cuando debatimos, cuando buscamos persuadir e incluso ser persuadidos. De ahí la importancia trascendental de haber tenido este año el primer debate presidencial argentino en más de un siglo y medio de historia constitucional. Si los candidatos debaten es porque existe una audiencia que está dispuesta a escucharlos y exige escucharlos para informarse y elegir a conciencia.
Llegó, otra vez, el momento de elegir. Eso implica la obligación legal de ir a votar y la responsabilidad cívica de decidir. Si elegimos no elegir y le damos la espalda al diálogo seremos cómplices del deterioro democrático, que es el verdadero culpable de varios de los problemas que nos aquejan.
*Doctor en Derecho por la Universidad Erasmus Rotterdam y docente en la UBA.
**Abogado y docente en la Universidad de San Andrés.