El presente es testigo de estrategias políticas del pasado. En 1974, luego de decidir el pase a la clandestinidad, la conducción de Montoneros buscó “agudizar las contradicciones” con el gobierno de Isabel Perón. Con ese objetivo, la guerrilla peronista auspició la llegada de la dictadura en marzo de 1976, convencida de que la asonada castrense comandada por Jorge Rafael Videla volcaría a la población en favor de la lucha armada, único camino posible para alcanzar la denominada “patria socialista”. Por estas horas, el gobierno nacional repite ese ejercicio metodológico frente a la oposición.
Amparado en un liderazgo vertical y en el manejo opulento de la liturgia peronista, el kirchnerismo se ajusta al concepto de Unanimismo, desarrollado por Loris Zanatta. De acuerdo al teórico italiano, los movimientos políticos de corte populista (ya sean de izquierda o derecha) definen la categoría de “pueblo” desde la cima del poder. Es el líder carismático, omnipresente e incuestionable, quien establece esa línea divisoria entre el bien y el mal; es el jefe – en el sentido militar de la palabra– quien vela por la representación del conjunto y sus intereses. En este sistema de definición por oposición, el rótulo de “anti-pueblo” recae sobre aquellos ciudadanos que no comulgan con el sistema plebiscitario que caracteriza al poder central.
Desde esta perspectiva, en la que cobra sentido la noción de Democracia Delegativa que plantea Guillermo O’ Donnell, la Presidenta de la Nación potencia un discurso de consumo interno, un mensaje que busca asegurar la cohesión de las fuerzas que componen el siempre difuso y variopinto universo oficialista. Así, en contacto directo con sus prosélitos, Cristina Fernández logra disciplinar a posibles díscolos, dejando en claro que la dirección orquestal del movimiento está (y estará después del 10 de diciembre) bajo su batuta.
El lenguaje imperante, sin embargo, no debe sorprender a nadie. El PJ gobernante no inventó nada nuevo. Como se sabe, el esquema binario resumido en el principio “ellos o nosotros” fue la piedra angular sobre la que se edificó la identidad política del primer peronismo. Entonces, a caballo de una vieja fórmula metodológica, el kirchnerismo construye su propia antítesis, retroalimentándose.
En los albores de un año dominado por la carrera electoral a la presidencia de la Nación, la calle se erige como espacio de disputa por la representatividad y visibilidad sectorial. Se sabe: la movilización prevista para el 18 de febrero constituye un acto político. En algún punto, la dudosa muerte de Alberto Nisman también lo fue. La anunciada presencia de la oposición y la previsible ausencia del oficialismo en la “Marcha de Silencio” ratifican esa condición. En esa columna el Gobierno ve corporizado a su enemigo de turno: el Poder Judicial. También padece un fantasma siempre presente: la clase media.
Paralelamente, en un plano que excede lo estrictamente simbólico, el oficialismo pierde el control del espacio público a manos de un actor heterogéneo, cuyo mecanismo de identificación colectiva desconoce por completo. En este marco, el Gobierno hace suya la teoría aplicada hace más de 40 años por Firmenich y compañía. El mecanismo de supresión dialéctica consiste en negar a los colegas de Nisman su condición de ciudadanos, su pertenencia al pueblo. Es lógico: para el peronismo la democracia es plebiscitaria o no es nada.
En 1974, con el paso a la clandestinidad, Montoneros se alejó definitivamente del pueblo al que decía representar. Hoy, al agudizar las contradicciones para conservar poder, al hablar sólo para los suyos, al cerrarse en el dogmatismo personalista, Cristina Fernández repite aquel error histórico.
*Club Político Argentino.