“... y entonces me pregunté si los
recuerdos son algo que uno tiene,
o que ha perdido para siempre”
Gena Rowland, escena final de
La otra mujer, Woody Allen (1988).
Hasta no hace mucho, me gustaba recordar la primera vez que lloré por amor en mi vida. Fue a los 11 años, la tarde en la que Miriam, la chica más linda de la EMPA de Avellaneda, le dio un beso a uno del grado que no era yo, claro. Sucedió, maldito sea, pero no es cierto que haya sido la primera vez. Antes de eso ya había sentido en las tripas la abismal sensación del corazón roto. No hubo ladrón de besos pero sí otro villano, Héctor Chumpitaz; un defensor peruano de salida elegante y patada de burro que jugaba para Universitario y nos embocó, mal, una noche de semifinales de la Libertadores de 1967, en Avellaneda. Lo vi por la tele. Racing tuvo la clasificación en las gloriosas piernas de Roberto Perfumo, mi ídolo. Penal. El Mariscal le dio con un fierro, la pelota se fue por arriba y yo me encerré a llorar en el baño una hora, o dos. El desempate en Chile nos dio una nueva chance –lujo que los amores y la vida no suelen ofrendar seguido– y fuimos campeones. Miriam nunca me dio bola –lógico: me era imposible articular dos frases seguidas frente a ella sin sentir que mi cuerpo se licuaba en un gas ígneo–, pero gracias a mis jugadores me sentí pleno, feliz, correspondido. Ahora pienso que ellos vengaron aquel beso jamás dado. Gracias.
Admitámoslo, Asch. Quien piense que es estúpido, exagerado y hasta esnob andar comparando al equipo de uno con la pasión que despiertan las mujeres –a los 10 o a los 50, es lo mismo– tendrá razón. Nada que discutir. Lo afirmará otra mujer –yo las amo y ellas odian al fútbol, los aires acondicionados y ni hablar del boxeo–, o algún colega que transite por la vida a prudente distancia de las pasiones insensatas. Se comprende. Pero sucede que en estos casos, no funciona la razón. Lo siento, es así. Lo que fascina de este juego –a mí, por lo menos– es su metáfora perfecta, su simbología; su capacidad para reflejar –sin filtro, a lo bestia–, lo mejor y lo peor de un pueblo. Tragedia y fiesta; virtud y miseria, más allá de los vicios de un negocio despiadado. Como bien dice mi amigo Andrés Soto, director de PERFIL Chile: “Mi mujer me pregunta cómo puede ser que todavía me interese el fútbol; y yo le digo que el cine también es mentira y sin embargo lo seguimos viendo”.
Vuelvo a Racing, mi amor irrenunciable. No sé cómo invertirán su tiempo los hinchas de River o Boca, pero honestamente no los imagino filosofando sobre la angustia que provoca el éxito. Esa gente, salvo excepciones pasajeras, vive tranquila en su opulencia, sí; pero alejada de la magia. Por el contrario, Racing –que el mundo se entere– es una estrafalaria tribu de alquimistas, sabios en mutar el dolor en energía infinita. Tipos que se revelan contra un destino siempre cruel; que se conjuran para mantener viva la llama de una pasión que, de todos modos, explotará como un mundo nuevo gracias a cualquier empate de morondanga sobre la hora. Entonces, generosos o dementes, peregrinarán hasta llenar el próximo estadio. Así son. Sergio Renán, un hombre de la cultura, tiene desde hace años dos pinturas de caballeros renacentistas en su living. Uno tiene el rostro de Federico Sacchi; el otro el del Marqués Sosa; glorias del equipo campeón del ’61. Un detalle de sofisticación exquisita. Así somos.
Peores momentos ha vivido Racing, lo sé. Pero jamás subestimaría nuestra capacidad para empeorarlo todo. Es inútil discutir quién fue más nefasto o más ridículo; si la legión de dirigentes que desfiló durante los 30 años previos a la quiebra –despistados, faltos de virtud, vivillos, ladrones de guante oscuro– o Blanquiceleste, una empresa que ha desarrollado hasta lo insólito su capacidad de errar. Ganaron su título en la semana de los cinco presidentes, el corralito y el caos; el resto fue caída libre. Hoy, nada disimula el desastre. Hasta Grondona quiere que se vayan. No hay un peso, se rifan jugadores y se llegó al colmo: los que vinieron a arreglar el desastre salvan sus deudas pidiéndole dinero al club quebrado. Pudor tampoco queda.
Hay maneras y maneras de tocar fondo. En 1981, Palito Ortega quebró y tuvo que remarla en Miami durante años por culpa del dólar caro de Sigaut y el millón que tuvo que pagarle sí o sí a Frank Sinatra, contratado para cantar en el Sheraton. La pequeña oficina de De Tomaso, en cambio, fue intimada por no poder pagar a tres paraguayos traídos de Cerro Porteño. No, no es lo mismo.
Racing puede irse al descenso, claro. No me sorprendería y no temo que suceda, lo juro. A veces me pongo apocalíptico, y pienso que sólo el desastre total permitirá una posterior resurrección; el milagro que devuelva la épica perdida por tantos años de decadencia. Quién sabe. Soy de los que creen que hay cosas –un jarrón chino, un gran amor– imposibles de reparar. Si se rompen, chau; mejor empezar de nuevo. Bajar hasta la ladera de la montaña, satisfechos como el Sísifo de Camus, dispuestos a empujar la enorme roca hacia la cima una vez más; ciegos, animados por la pasión, el enamoramiento. A ella –no importa quién sea ella–, al extraño país donde nacimos, a la vida.
Y a Racing, ese adorable absurdo que nos impulsa a cantar y a danzar enloquecidos, como en el 2001, mientras el mundo entero se nos cae a pedazos.