“Años atrás, sus camaradas tenían costumbre de llamarlo‘el Estratega’. Era un hecho que ante el enemigo podía pensar”
Joseph Conrad (1857-1924);de “El duelo” (1907), capítulo 4.
No tengo idea de si se juega como se vive, frase incomprobable que algunos adjudican a Menotti y otros a Maturana. Lo que sí sé es que Marcelo Gallardo fue un futbolista brillante y ahora dirige igual de bien, fiel a su estilo: estético, sanguíneo, audaz, inteligente; algo que no debería confundirse con la picardía, un instinto simpático pero fugaz, furtivo, sombrío.
A los 6 años, Marcelo Gallardo remontaba barriletes y las veces que había intentado patear una pelota su pierna parecía un palo de hockey. Recién a los 7 u 8 se animó a los picados, y allí sucedió algo mágico. Supo que era capaz de hacer cosas que a nadie más le salían. Así, a los 15, Alejandro Sabella lo hizo debutar en la Reserva de River. Nada menos.
Gallardo pertenece a la última generación de lo que llamamos enganche. El viejo 10. Bochini fue un ejemplo extraordinario. No le pegaba fuerte, no cabeceaba, no corría, medía 1,68 y tenía físico de visitador médico, pero sabía hacer milagros. Convirtió en goleadores hasta a conitos naranjas.
Como Bochini, Riquelme hacía maravillas frente a 50 mil personas con la misma cara de nada. Su oficio era el mismo: responder la pregunta esencial de Heidegger: “¿Por qué hay algo y no más bien nada?”. Porque con un toque la colocaba donde antes era el vacío, mansa, lista para ser empujada al fondo del arco: tomá y hacelo.
Gallardo, también diestro, era una mix de ambos. En la cancha parecía frágil, pero no era fácil enfrentarlo cuando encaraba o trababa. Había en él un fuego interior que siempre le sumó un plus a su juego. Hizo una gran carrera que no llegó a más por sus lesiones. “Es que hasta los 24 años no fui un profesional serio: no me alimentaba bien, no descansaba lo suficiente, creía que con el talento bastaba, y lo pagué”.
Su último partido en River no fue tal. Las cosas no andaban bien y Cappa lo dejó en el banco después de que Tigre embocó tres goles en 15 minutos en pleno Monumental. Se tomó revancha en Uruguay: fue campeón con Nacional y ahí sí largó. Pero le pidieron que siguiera como entrenador, se animó y en una temporada ganó el Apertura 2011 y el Uruguayo 2011-2012. Entonces sí, decidió parar. Dos años.
Hasta que el año pasado Francescoli le propuso un sueño y una pesadilla a la vez. Dirigir a River… para reemplazar a Ramón Díaz, el técnico con más suerte en la historia de la humanidad que, para colmo, se dio el lujo de renunciar luego de salir campeón con una dirigencia que no lo quería ni un poquito.
La mochila era pesada pero Gallardo aceptó: sin Carbonero ni Ledesma, dos pilares; con Mora y Sánchez, que volvían de un exilio exigido por Díaz, y los chicos. El presidente D’Onofrio, dulce por el título que cicatrizaba la herida del descenso, con técnico novato y sin dinero para refuerzos, abrió el paraguas: “Será un torneo de transición, con mucha presencia de juveniles porque ellos son el futuro de River”.
Todo muy lindo, pero antes de empezar el torneo le vendieron a Lanzini, su enganche titular, y Gallardo estalló. Por primera y última vez se lo vio molesto e irónico frente a la prensa.
Pisculichi, un zurdo fino que venía de jugar cinco años en Qatar, uno en China y seis meses en Argentinos, llegó para ser suplente. Pero era la única carta que le quedaba y se la jugó por él. Lo bien que hizo. Pisculichi jugó su mejor torneo en años y River era una maquinita, con Mora, Funes Mori y Sánchez como figuras.
Hasta que llegó “el” momento. Jugarse a todo o nada para echar a Boca de la Sudamericana o asegurar un torneo que tenía casi ganado hasta la irrupción del imparable Racing. Eliminar a Boca de un campeonato internacional –y terminar con el viejo karma– era arriesgado pero incomparable con un objetivo que, a lo sumo, igualaba lo conseguido por Díaz. Era riesgoso pero valía la pena. Y salió bien. Ganó a lo Boca en La Bombonera y levantó la copa. Mejor, imposible.
El inicio en la Libertadores fue horrible, mientras Boca era Hollywood, con Johnny Depp con la 9. Ellos, team top; River, entrando por la ventana. Así volvieron a cruzarse. Un equipo aferrado a su nueva vida contra otro algo distraído con su lluvia de estrellas. El astuto planteo de Gallardo lo definieron el Panadero y su gas pimienta: la eliminación más estúpida de todoslos tiempos.
Gallardo juega con enganche, aunque reconoce que “su” puesto –un invento argentino donde el 10 juega como si su reino no fuese de este mundo– ya casi no existe en el mundo, si es que alguna vez existió. “El fútbol cambió mucho. El 10 clásico existe pero debe adaptarse y jugar en el medio, adelante o tirado a un costado. Lo importante es que maneje bien los tiempos”.
En un año, Gallardo ganó tres títulos internacionales. Y este año podrá sumar más. Pero más notable que ese acopio de metal brillante fue su evolución profesional y personal. La madurez con que se manejó en medio de la noche caótica de la Bombonera, cómo reinventó su equipo cuando hizo falta, la mano firme para hacer los cambios necesarios, su buen ojo para elegir refuerzos.
Le debía esta columna. Elogié a su River pero lo nombré poco y Gallardo, creo, es el mejor técnico de su generación, por lejos, y uno de los mejores del continente.
Como en este país el camino más corto es el que lleva de la Gloria a Devoto y viceversa, quería decirlo ahora, antes de la final con Tigres. Porque copita en mano cualquier elogio será parte del coro de ángeles. Y si pierde, lo llamarán “cebollita subcampeón”, descontando que será imposible ganarle el Mundial al Barça de Messi.
¿Suena injusto o estúpido? Sí, claro. Pero así es el juego. El amor y el odio son las dos caras de una misma moneda que gira en el aire y muchas veces decide por nosotros.
No sólo en el fútbol, por cierto