“Creo que a nadie le interesa el fútbol. La gente sólo quiere que gane tal o cual cuadro. Nunca oí a nadie decir: ‘Caramba, soy de San Lorenzo de Almagro pero, ¡qué bien ha triunfado Boca Juniors; qué admirable, pero qué contento estoy!”
Jorge Luis Borges (1899-1986)
Los argentinos, involuntariamente crueles o irónicos, tan acostumbrados a mostrar sus documentos en amables charlas con vendedores de shopping, policías de tránsito, patovicas de seguridad o cajeras de supermercado, se retratan sin anestesia a la hora de elegir nuevas palabras para sumar a su lenguaje cotidiano. Si debido a la repetición automática ya ha dejado de asombrar el insólito reemplazo de “valentía” por el modesto “aguante”, hoy el ambiente futbolero está convencido de que la gran ventaja de Tigre en esta definición cabeza a cabeza es tener más “hambre” que Boca y San Lorenzo. Wow. Hambre de gloria, dicen. Hambre deportiva. Ajá. Curiosa paradoja en tiempos de crisis la elección del abismal concepto “hambre”, en lugar del más cálido y humano “deseo”. ¡Santo Spinoza, Batman!
Cierto es que la muchachada de Diego Cagna –como la de Ho Chi Minh en desigual pelea contra los yonis– ha demostrado amor por los colores, una entrega conmovedora, cierto patriotismo barrial y agradecimiento por la chance otorgada. Tigre los ha dejado ser.
El veterano Arruabarrena pudo regresar de Europa sin dar lástima, no como otros; Islas atajó como para dejar de ser “el hermano de”, y el sorprendente Morel, hasta ayer perdido en las poceadas canchitas de los regionales, nos demostró cuánto tiene de pura esencia nativa un egresado de la Universidad del Potrero. Rusculleda renace de sus cenizas. Como Lázzaro, un ignorado que metió goles hasta en la Praga de Kafka, y el Chino Luna, eternamente eclipsado fuera de Victoria. Ellos, más Blengio, el capitán, Matías Giménez y Castaño, conforman un equipo que es, en su totalidad, muchísimo más que la suma de sus partes.
Aplicados, ejecutan a la perfección el sistema que les diseña su líder y estratega para cada partido. Mérito de humildes en un país superpoblado de genios incomprendidos. Ojalá ganen, o al menos lleguen a un desempate. Se lo merecen.
Nada tengo en contra de Boca o San Lorenzo. Pero creo que los de Tinelli & Russo, por ejemplo, se aprovecharon del espantoso momento de Huracán e Independiente, los equipos anímicamente más escuálidos de la comarca. Habrá que verlos frente a equipos realmente sólidos. Quizás eso los haga crecer. Chance tienen.
Boca ha jugado con una serena displicencia; algo tibio o muy confiado, siempre dependiente de su enganche melancólico aunque dueño también de una admirable entereza para superar ausencias, lesiones y peleas internas que aún no han desaparecido, ya lo verán. El pobre Ischia merecería quedarse pero mucho me temo que, aun campeones, le darán salida; más temprano que tarde.
Mi debilidad personal es Lanús, un equipo que juega bárbaro. Es una máquina de sacar chicos talentosos; tienen a Luis Zubeldía, un técnico de 27 años que mantuvo el aplomo en las malas y una dirigencia virgen de nombres rutilantes del poder. Trabajan como en una cooperativa y mantienen viva la utopía de las viejas y queridas sociedades civiles sin fines de lucro. Son algo exótico, como Vélez.
Lanús tiene a José Sand, un 9 de buen pie, pique demoledor, frialdad en el área, ambos perfiles y buen cabezazo. Alguna vez, en River, lo bautizaron burlonamente “casi gol”. Uf. Es que la pelotita es caprichosa y nos hace meter la pata seguido. Recuerdo a Guillermo Nimo en la tele de 1983, dedicándole su Perla Negra a un uruguayito medio escuálido que acababa de firmar para River. Lo mató. Era, dijo, de esos jugadores tan torpes que “primero se ponen los botines y después las medias”. Hablaba de Enzo Francescoli. Muy bien, Sand también necesitó su tiempo de adaptación. No le ha ido mal.
Sebastián Blanco parece frágil y físicamente lo es, pero tiene un manejo exquisito, resuelve todo rápido y no tiene problemas en ir por derecha o por izquierda. El año pasado fue algo relegado por el brillante Diego Valeri. Este año fue suyo. Ni siquiera lo opacó la aparición de otra joyita, Eduardo Salvio, un punta mutado en extremo derecho; zigzagueante, encarador y buen definidor.
Blanco los hace jugar a todos. A Sand; a Lagos, la eterna promesa de inferiores que por fin empezó a embocarla en Primera; a los del medio y a los laterales que pasan. La gente le perdona todo, cosa que está lejos de suceder con el bueno de Bossio, más querido por sus compañeros que por los hinchas. El resto de la defensa cumple, aunque este año le convirtieron demasiado. Con más suerte en esa línea eran campeones, lejos.
Estos chicos tocan, triangulan, van por las bandas, esperan si hace falta y lastiman cuando se sueltan y atacan. Son un show.
Quedan largos 90 minutos para que mi castillito de arena se derrumbe o permanezca en la foto final, enhiesto e increíble. Si alguna pelota queda mansita y cerca de su pie derecho, Riquelme podrá desmentirme; ya lo ha hecho. Quizá la emboque algún pichón de Palermo o su propio fantasma que, intuyo, también jugará. No muy lejos harán lo suyo Bergessio, Silvera, Barrientos o Solari, si se parece a aquel zurdo que deslumbraba cada vez que entraba en el Madrid. Todo puede suceder, lo sé. Pero mi equipo es Lanús. Y si no hay más milagros para este año, Tigre. Queda dicho, colegas. Ahora, me despido.
Por cierto, amados débiles de la patria: ¡Invítenme a la fiesta si lo logran!