“La patria es el otro”, el pensamiento convertido en eslogan de campaña por la militancia K debería ser trasplantado con urgencia a aquellos debates en los que el juego colaborativo está ausente. Surgió con claridad en la discusión a raíz de la reforma tributaria.
A diferencia de lo discutido en 2017, esta vez, la visión massista lleva la delantera: el salario no es ganancia y por lo tanto no tiene que tributar ese impuesto. Una chicana dialéctica que va a contramano de lo que rige en todas las democracias: gravar lo más universalmente posible los ingresos de los que trabajan, los rentistas y dueños. Se cree que cuanto más generalizado está, hay un antídoto para fórmulas populistas que pretenden vencer el principio de la escasez de bienes públicos. Lo valorativo se cuela por las alícuotas y el piso. Hay países sin ningún tipo de cota inferior y otros que se acercan al del salario mínimo vital y móvil. Además, en otra combinación, los porcentajes marginales pueden ir subiendo hasta llegar al 50% o más en algunos casos (por ejemplo, el del contrato de Leo Messi en el Barcelona, por citar al argentino que más dinero gana por año en la actualidad). Creer que la gente puede dejar de pagar impuestos en relación a sus ingresos al mismo tiempo que la pandemia revivió la demanda de un Estado presente es pasarle el peso de la mochila a otro formato tributario.
Casualmente, lo que sigue en la sesión de trabajo de la Comisión de Presupuesto y Hacienda de la Cámara de Diputados es el tratamiento del mismo impuesto para las empresas. Aquí el argumento del oficialismo actual es que la rebaja de la tasa prevista en la última reforma no fue acompañada por un aumento en la inversión productiva. Y como la inversión es la asignatura pendiente de la economía argentina de las últimas dos décadas, al menos, la explicación no podría ir en contra del insumo básico de cualquier programa económico que aspire a ser consistente sólo con crecimiento. Lamentablemente, las proyecciones son que recién en 2023 el PBI total volverá a ser el mismo que el que dejó la administración Macri y bastante menor que a fin de 2017 cuando la crisis era un presagio de los “economistas plateístas”.
Ensayar una atribución contrafactual a la relación inversión-tributario también es una chicana, pero un poco más elaborada. Según el Banco Mundial, Argentina está entre los países que más grava a las utilidades empresarias y el proyecto, en lugar de la rebaja prometida y votada en su oportunidad, propone una sobretasa para “grandes empresas”. Oficialmente se considera así a quienes ganen más de $ 225.000 mensuales, o US$ 1.400 en su versión “solidaria plus” o US$ 2.300 en oficiales (aunque sean difíciles de conseguir). La inflación, aunque se cumpla la meta del 29% para 2021 se encargará de achatar aún más esa escala y convertir, en pocos meses, a cualquier kiosco en una gran empresa a los ojos de la AFIP.
La lógica electoral sigue impregnando la política económica oficial y los economistas serios que aceptan ocupar sus cargos en el Palacio de Hacienda lo toman como una restricción más que aleja a toda la sociedad de su óptimo. Como recordaba recientemente el sociólogo Agustín Salvia en una larga conversación con Jorge Fontevecchia, el cortoplacismo propuesto nos permite, como sociedad, eludir sólo por un rato los problemas estructurales con los que convive casi desde que se reinició la democracia en 1983. No entenderlo no sólo es perder tiempo, sino profundizar el atraso, la pobreza y la confrontación permanente.