Va a llover porque la gente lleva paraguas, como en el chiste del adivino. ¿Será una normativa sobre el uso de paraguas, entonces, la medida ideal para manejar las condiciones climáticas? El abordaje sobre cómo interpretar fenómenos económicos encuentra, en una innumerable cantidad de veces, problemas para identificar relaciones y causalidades. Todos los rubros económicos han sido anfitriones de los más acalorados debates a partir de estos conflictos de identificación. El vínculo entre emisión monetaria e inflación, con todos los matices, ya es un clásico hasta para los no aficionados.
Silbando bajito, me escaparé de la discusión histórica sobre estos asuntos. En cambio, diré que, de los múltiples objetivos de la política económica actual, sin meternos en aquellos estructurales, hay uno que es urgente (domar la fiera financiera), otro que es preocupante (la inflación), otro fundamental que está siendo atendido por el momento por el dueto devaluación y recesión (consumimos más de lo que producimos, o desequilibrio externo), y el más importante (volver a crecer), el cual sufre el bullying sofocante de los otros. Yendo a un trazo más fino, observamos que la intención de domar la finan-fiera va en la misma dirección que domar la inflación; más aún, para ambas uno se puede enfocar en subir las tasas o retirar pesos de circulación, que a grandes rasgos son las dos caras de una misma moneda. Es decir, hoy colocando tasas de urgencia se pretende evitar que la gente compre los escasos dólares y que el 6,5% de aumento de precios de septiembre no genere un desenfreno de futuras remarcaciones. Y hoy da igual si esas tasas se logran porque ese es el nivel que se considera adecuado para nuestra vil coyuntura, o porque es el resultado de un objetivo de emisión monetaria. Para el cortísimo plazo, mientras bailamos descalzos sobre las brasas, se han alineado objetivos e instrumentos a disposición.
¿Pero ese alineamiento persistirá en lo sucesivo? Imaginemos una situación en donde, de a poco, la incertidumbre cambiaria se mitiga gracias a que el dólar se mantiene estable en niveles razonablemente altos, al tiempo que la inflación continúa en valores preocupantes. Lo primero pediría a gritos una paulatina reducción de tasas (evitando sobrerreacciones contraproducentes); para lo segundo, algunos podrían exigir tasas como las de ahora (para otros, no necesariamente). ¿Se debe priorizar la inflación, con tasas más altas y dólar más barato, o permitir tasas más bajas y mayor empuje a la actividad económica? Son dilemas complejos que aparecerán en los próximos meses.
Ahora tenemos bandas cambiarias y metas monetarias, reglas que tienen el objetivo de ordenar un hormiguero recién pisado. Nuestro “crawletón”, híbrido de crawling-peg y apretón monetario, no está exento de desafíos, y las dinámicas que puede arrojar sobre las expectativas pueden resultar confusas para propios y extraños. Por el momento, con tasas elevadas, demanda de pesos todavía vapuleada, baja gradual del dólar y en zona de no intervención, no parece haber grandes contradicciones en el diseño. Pero eventualmente, la demanda de pesos (billetes en bolsillos y carteras) va a volver a subir con dos o tres meses de cierta estabilidad cambiaria, por encima de lo que aumentan los precios. Incluso si el dólar llegara a tocar la banda inferior, es un misterio cuánto se podría emitir, dado que las expectativas de depreciación podrían cambiar rápidamente en esa instancia.
Si surgiera una incipiente normalización, ¿se debe insistir con la regla o será más eficiente acudir a una vía de escape (aun respetando la fría letra de esa regla, por ejemplo, con una reducción de encajes no remunerados)? La posibilidad de mantener en el tiempo un dólar lejos de precio de changa, junto con la prudencia fiscal, parecen dar más credibilidad al régimen monetario que recetas draconianas. En 2016 se difundieron metas de inflación desafiantes; tasas muy elevadas y ni la menor intención del BCRA por comprar más dólares en el mercado, terminó sobrevalorizando nuestro peso. Podía haber durado, pero la crónica de la muerte fue bastante anunciada. Como en toda muerte, aparecieron chivos expiatorios (el Sr. 28 de Diciembre) que exculpaban y negaban la verdad desgarradora: la meta había engendrado su propio desequilibrio fatal.
En la desinflación de Chile de los 90, la base monetaria y el circulante crecieron muy por encima de la inflación; después del pico, el circulante creció en 20 de los 36 primeros meses (a un promedio de 2,4% mensual, 3,2% el primer año). El caso de Colombia de 1999 puede ser todavía más interesante porque venía de años de déficit externo, perdió reservas inútilmente para defender el atraso cambiario, devaluación posterior, acuerdo con el FMI, y demás extravagancias. Desde ahí, Colombia propició una gradual depreciación real, y como en Chile, la emisión estuvo siempre por arriba de la inflación (con una visible reducción de tasas). En ambos casos, la inflación bajó al ritmo que podía bajar, no más.
Argentina, ciertamente, la tiene más complicada. Primero, la incertidumbre financiera parece haber sido mucho más significativa que en estos dos casos. Segundo, el traslado a precios de la devaluación es mucho más aceitado acá que allá, con lo que los efectos distributivos son mayores. Tercero, porque la deuda ya no es poca cosa. Pero una enseñanza que pueden dar estos ejemplos cercanos es que la credibilidad del régimen se logra persistiendo en un camino de equilibrios (esencialmente externo, pero también fiscal); las reglas pueden gozar de una credibilidad limitada. Llegado el bendito momento de la pax cambiaria, con gran parte del cambio de precios relativos (dólar, tarifas) realizado, y con prudencia fiscal (con margen para la eficientización), la inflación debería comenzar su retroceso sin tener que acudir a sobreactuaciones normativas poco creíbles.