Me encanta la gente que dice: “Aah, pero el invierno es más sano porque se mueren los bichos”. Sonrío porque soy buena y generosa, y sobre todo modesta, pero me dan ganas de agarrar al sujeto o a la sujeta por las solapas tipo gesto Humphrey Bogart y gritarle al oído: “¡De qué bichos me estás hablando, tarada! ¡Cómo va a ser más saludable el invierno si todo el mundo tose, estornuda, tiene chuchos, le duele la cabeza, le viene la neumonitis, te asalta la gripe porcina, aviar, española, asiática, la que sea, y te tiende en la cama con dolores horribles en las sacroilíacas y las esternoclaviculares, cómo!”. Pero me contengo porque, aparte de mis virtudes supra mencionadas, sé que no es posible convencer a las y los fundamentalistas del clima. Ni me pongo a demoler prejuicios que todas y todos tenemos por más que queramos disimularlos (ante los demás, porque ya quedan socialmente mal, y ante una misma, porque es grave). Yo odio los bichos, esas cosas con seis o más patas, correosas, chirriantes y que se arrastran o vuelan y te comen los malvones. Los odio. Pero con llamar a la compañía fumigadora, chau bichos. Digo yo, ¿usted sabía que las cucarachas son asquerosas pero fáciles de erradicar y que las hormigas son limpitas pero difíciles, casi imposibles de vencer? Es parte de la cultura que una adquiere cuando entran al hogar los de la fumigadora. Eso en cuanto a los bichos. Sí, en invierno hay menos cucarachas y menos hormigas; hay menos, ajjjjj, arañas, pero hay más gargantas inflamadas, pleuras acuosas, pulmones fatigados, articulaciones doloridas y humor de todos los diablos. El invierno, mi querido señor, el invierno no es ardiente: es helado. Por algo se parecen tanto las dos palabras invierno-infierno. Y ya que estamos, ¿no sabe cuánto falta para enero?