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En una playa junto al mar

No hubo ni rastros de los funcionarios que suelen aparecer para sacar tajada de actos culturales.

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Terminó la edición número 34 del Festival de Mar del Plata y fue todo un éxito. Por primera vez sin tutelas, los programadores Cecilia Barrionuevo (hoy directora artística), Marcelo Alderete y Pablo Conde, quienes durante estos años sostuvieron la calidad, la diversidad y el espíritu innovador de la muestra, pudieron darle más coherencia y más brillo a su tarea. Con la calidez habitual del público y salas más llenas que nunca, Mar del Plata fue ese festival internacional de punta, a la altura de la cultura cinematográfica actual. Como bonus track, se registró este año un fenómeno particular, que le dio a la atmósfera un carácter aun más cinéfilo y amigable. Debido a la coyuntura política (el interregno entre dos administraciones de signo opuesto) no hubo ni rastros de los funcionarios que suelen aparecer para sacar tajada de actos culturales que no entienden en lugar de dejar que se desarrollen entre los interesados. Para colmar la felicidad, tampoco hubo este año mercados, congresos de productores ni otros encuentros a los que acuden personas a las que se puede ver en los restaurantes, pero jamás asisten a una función.

De modo que pasamos una gran semana. Para ilustrar la pluralidad y pertinencia de lo que se exhibió en Mar del Plata, me gustaría mencionar dos películas que representan, a mi juicio, lo más estimulante que se puede ver hoy en el cine (posiblemente más que las películas ganadoras de la competencias, que suelen ser parte de un consenso demasiado previsible y académico). La primera se llama Danzas macabras, esqueletos y otras fantasías. Es obra de Pierre Léon, Rita Azevedo Gomes y Jean-Luis Schefer. Los dos primeros son directores de gran talento y sutileza, mientras que Schefer es un importante escritor y filósofo. La película registra las conversaciones de Léon con Schefer en esplendorosos paisajes portugueses y también en museos, porque el tema central es la pintura a través de la historia. En particular, Schefer habla de las danzas macabras, el género medieval en el que se mezclaban esqueletos con figuras humanas. Y dice de ellas que son todo lo contrario de lo que creyeron los expertos durante siglos. Es que Schefer es un intelectual aristocrático e iconoclasta, dispuesto a provocar al mundo de los historiadores del arte, pero también de los científicos y los sabios en general. Un film así demuestra que el cine puede ser bello, amable y ocuparse de los temas más sofisticados.

Bajo mi piel morena, de José Celestino Campusano (el más creativo y prolífico de los directores argentinos), pone a las travestis donde corresponde: entre las chicas. Así las trata, desde una modernidad sin culpas y sin monsergas. Es que en un festival en el que la sección Autores se llama ahora Autoras y Autores y el premio al mejor director es el premio al mejor director o a la mejor directora, ya somos todos y todas feministas y feministos.  Es natural, entonces, que el cine de Campusano muestre que los tiempos han cambiado y no es cuestión de repetir denuncias sino de ejercer la contemporaneidad y la democracia. Todavía me sigue sorprendiendo su habilidad para dar con el tono justo y gozoso de una dramaturgia que transcurre entre personajes populares. Gran invento los festivales de cine cuando están atravesados por la libertad.

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