El secreto mejor guardado de la tevé se llama Mad men. Medio secreto, porque sus fans la ocultamos a medias, esperando evitar que se vulgarice tratando de complacer a una audiencia más masiva.
Transcurre el año 1960. Donald Draper, protagonista oscuro y misterioso, trabaja en una agencia de publicidad de Manhattan. Hablar de su falta o su exceso de escrúpulos sería una pacatería. Es un mundo híperdiseñado que al empujar apenas algún detalle fuera de eje deviene un sutil infierno: se trata de un cosmos machista (donde las mujeres colaboran de maneras irrisorias con su propia degradación), xenófobo (donde latinos, cubanos, alemanes o italianos son el hazmerreír del gran país del norte), racista (donde se puede conversar sin problemas de y con negros, ya que están siempre en posición de servidumbre), hipócrita (donde el matrimonio es la peor de leyes, el divorcio el más trágico de los fracasos y el amor libre el más condenable de los hippismos), exitista (donde el éxito es rey, aunque reparta tristeza absoluta a quienes lo alcanzan), sionista (donde el estado de Israel parece la mejor idea posible para Oriente Medio a los ojos de los EE.UU.), macarthista (donde el comunismo es mala palabra, tanto que se pueden hacer con ella los mismos chistes que con negros, mujeres o maricas), pre-post-freudiano (donde el terapeuta hace diván por las tardes con la señora Draper y le cuenta las intimidades de terapia por las noches al señor Draper), libre de gays (ni siquiera existe la palabra; quienes lo son no parecen saberlo aún), no libre de humo (donde se fuma para cambiarle los pañales a un bebé o para hacerse ver por el ginecólogo), en fin, un mundo que tiene por fondo la risible campaña de Nixon contra Kennedy, en sus publicidades originales. Nuestros hombres tantean en la primera temporada (ya hay cuatro) si diseñan a Nixon, para lo cual deben convertir los valores del Partido Republicano en productos de consumo total. Nixon y Kennedy, dos productos en apariciones documentales, son dos monstruos equidistantes que dan por tierra con el ridículo sueño de democracia que ha pretendido fundar el país más autoritario, más falsamente moralista, más supersticioso y más peligroso del planeta. Todo tipo de horror disfrazado de encanto hace de ésta la única serie realmente adulta que hay.
¿Qué quiero decir con “adulta”? No lo sé. Supongo que un adolescente se moriría de aburrimiento con sus ritmos lentos y llenos de matices. Si alguien cae, como en los títulos de inicio, es tan lentamente que aterra y fascina. No hay intención de hacer reír. Nos reímos quizás de la obsolescencia (llaman “tecnología” a una máquina de escribir de bakelita beige) pero todos los personajes están regidos por la tristeza.
Y hay algo más. La ambigua palabra “mad” del título quiere decir tres cosas: “enojado”, “loco” y una cosa más, una alegre casualidad: era sencillamente la forma canchera con la que los publicistas de la Avenida Madison (“Mad”) gustaban llamarse a sí mismos. Fuere como fuere, el principio de causa y efecto está enloquecido, desbaratado. La lógica dicta que “(a) entonces (b)”. A lo sumo, si (b) es igual a (c), la lógica sigue enseñando que “(a) entonces (c)”. Sin embargo, en Mad men ocurre que “(a) entonces (d)”. Este (d) no está lejos de (b) ni de (c): no tanto como para veamos una forma totalmente absurda. De hecho, podemos entender que (d) debe provenir de algún lugar cerca de (a), de (b) o de (c), pero no podemos precisar la conexión, lo que hace que aun el más secundario de los personajes goce de una misteriosa complejidad.
Un capítulo favorito: el vecino colombófilo amenaza a los niños con matar a su perro si éste ataca sus palomas. Los niños no dicen nada a los padres, pero cuando la pequeña cree haber soñado que alguien le dispara al can, los padres infieren la amenaza diurna. Entre medio, la madre es contratada como modelo para Coca-Cola. Lo hace con gusto, porque era modelo antes de ser ama de casa. Pero esta publicidad es una engañifa de una agencia que quiere atraer a su marido como creativo. El rechaza la oferta; ergo, a ella la echan. Ninguno de los dos se entera de la relación entre (a) y (b). Sólo nosotros. Y al final, la grácil esposa ejemplar sale al jardín, se fuma su cigarrillo, y –con cara de “Coca-Cola es así”– apunta una escopeta de balines a las palomas del vecino.
Hay una triste relación, claro. Pero no es la de la razón simple. Allí radica su sutileza: en la omisión. Yo ya empezaba a creer que la tevé era incapaz de asimilar lo sutil. La sigo con fruición de verano. Sé de la discreción de sus fanáticos, y –salvo por la infidelidad que supone este artículo– seguiré siendo uno de ellos, calladitos y esperando.