Desde hace un tiempo suelo encontrarme regularmente –una vez por semana– con unos pocos viejos amigos. La excusa es grandiosa, y los encuentros nacieron al coincidir todos en que cada vez que emprendíamos la lectura de la Divina Comedia, teníamos la impresión de comprender menos, cuando lo lógico hubiese sido comprender más. La leemos en italiano, y cada uno de nosotros acude a la cita con una batería variada y creciente de traducciones de la obra y de obras críticas –filosóficas, astrológicas, cosmológicas y filológicas– sobre la obra maestra de Dante. Nuestra intención no es que de esas reuniones resulte una traducción. No está en los planes de nadie, pero al mismo tiempo está en los planes de todos. Hay quien cree que sólo es posible una traducción en prosa, quien cree que esa opción es una traición flagrante a los motivos e intenciones del poema, quien cree que la traducción debería ajustarse a los tiempos que corren –con los consiguientes reemplazos de nombres ignotos italianos por otros más familiares y efectivos–, y quien cree que haga lo que se haga, el resultado será un fracaso, de modo que todo le da lo mismo.
Nada nos hace correr. Avanzamos lentamente, de a tercetos, y no pasamos al siguiente hasta que fue pulcramente desmenuzado y comprendido. La tarea es lenta porque está llena de desvíos, y porque de una forma un tanto misteriosa todo lo que nos ocurre desde que comenzamos a reunirnos parece estar ligado, de una u otra forma, a la Divina Comedia. Por ejemplo, haber visto el lunes un capítulo de la seire Cosmos –la anterior, la de 1980, la de Carl Sagan– sirvió perfectamente para entender dos días después un pasaje en que se alude a un torbellino de arena al entrar en el Infierno. El mismo Sagan, con un puñado de arena que se filtraba y caía de su mano, había dicho que lo que se veía contemplándolo era el transcurso del tiempo. “La arena de los tiempos” era un modo eficaz de traducir ese pasaje, pero la traducción –insisto– es lo menos importante. Lo que sorprende es que en cada encuentro corroboramos que todo parece explicar la Divina Comedia, o que, dicho de un modo invertido, la Divina Comedia sirve para explicarlo todo.
Hay un breve pasaje de un libro genial, Eutanasia de la crítica, de Mario Lavagetto, que me hace pensar en lo que en realidad deberíamos hacer con Dante. Cuando Lavagetto cursaba el último año de colegio secundario, fue con algunos compañeros a oír una clase de Giuseppe Ungaretti sobre Leopardi en la Universidad de Roma. Entraron entusiasmados y ansiosos, pero salieron desconcertados y desilusionados: Ungaretti había leído el poema A la luna, de Leopardi, y al llegar al final se había quedado en silencio durante algunos minutos; después había dicho: “Es maravilloso… no hay nada, nada que decir”, y había leído y releído y vuelto a leer repetidas veces el texto. Y en eso consistió la clase de Ungaretti sobre Leopardi.
Tal vez, dentro de algún tiempo, cansados de tantas explicaciones y de tantas comprensiones, nos sigamos reuniendo para que alguien lea un pasaje de Dante y nos quedemos callados, y alguien rompa el silencio para decir, simplemente: “Es maravilloso... no hay nada que decir”