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Encuentros veraniegos

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Ahora que llegaron los primeros calores del verano, me voy disponiendo para pasar las vacaciones tomando fresca en la vereda de mi casa. Ya preparé la silla playera (estaba en perfecto estado del año pasado), una palangana reluciente para reposar los pies en agua clara, y pilas nuevas para ponerle a la portátil (hasta ahora escuchaba Radio Nacional, pero no creo que esos programas sigan. Espero que al menos continúe el que Carlos Heller le paga a Aliverti en radio La Red, los sábados a la mañana. Ese no me lo pierdo nunca). Entonces, mientras acomodaba mis bártulos en la vereda, pasó por la puerta un prominente editor de una de esas pequeñas editoriales independientes absolutamente sobrevaloradas, de esos que la pegaron con un solo libro y el resto de su catálogo es un bluff. Llevaba una bolsita de Soriana, el supermercado mexicano, y dentro unas latas de frijoles bayos refritos de La Costeña, un envase de Sweet Relish marca Heinz, y una botella de mezcal Amores Jóvenes, todo comprado, según me contó, en el híper de Plaza del Sol, en Guadalajara. “¿Estuviste en Guadalajara? ¿En la Feria del Libro?”, me apresuré a preguntarle, tontamente: era obvio que venía de Guadalajara. Luego de responderme por la afirmativa, pasó a contarme sus impresiones, que ahora yo, a mi turno, voy a reproducir en el espacio que me queda, sabiendo que en nuestra época la cultura es, ante todo, la forma elegante en que llamamos al turismo.
Según me dijo, el stand del Reino Unido –invitado de honor a la FIL– y la propia presencia de los literatos y editores súbditos de la reina Isabel II, fue bochornoso. Carente de interés, feo, con pocos libros en inglés (y los pocos que había, en su mayoría eran best sellers o manuales de aprendizaje del idioma), habría que preguntarse por el sentido mismo de esta clase de invitaciones. En cambio, parece que le gustó mucho una muestra de David Hockney (el país invitado a la Feria también realiza eventos y exposiciones fuera de ella, por toda la ciudad) en el Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara (al que llegó luego de una agradable caminata por la avenida Juárez, con su hermoso arbolado y grandes casonas de fines del siglo XIX). Nunca le había prestado demasiada atención a Hockney, siempre le había parecido que, aunque nacido en Inglaterra, reproducía un pop tardío e insulso en clave de piscinas californianas. Pero la muestra en Guadalajara le interesó bastante (mucho más que los horribles murales de Orozco en el Paraninfo del mismo museo). Se trata de cuatro series de estampas (quizás allí radicó su interés: viendo la muestra se dio cuenta de que las estampas en blanco y negro funcionan mejor que la paleta de colores pasteles que suele utilizar Hockney en sus lienzos) realizadas a partir de la lectura de libros o de fábulas literarias. Especialmente le gustó The Blue Guitar, de 1977, basado en el poema de Wallace Stevens El hombre de la guitarra azul, poema a su vez inspirado en el cubismo de Picasso. Hay en esa serie una ironía, una levedad inteligente, un juego sobre qué significa la vanguardia después de la vanguardia, que bien valió el viaje hasta el hemisferio norte (por cierto, el poema de Stevens incluye una de mis frases favoritas: “La disonancia sólo aumenta”).
Y después el editor siguió su camino, y yo me quedé en la vereda, sin metáfora alguna.