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Encuestas, pronósticos y espectáculo

Las ciencias empíricas se desarrollan, históricamente, a partir de un interés –taxonómico o explicativo– por algún aspecto intrigante de la realidad. Los pronósticos sobre acontecimientos que todavía no sucedieron no forman parte del origen ni del cuerpo central de las disciplinas científicas.

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Las ciencias empíricas se desarrollan, históricamente, a partir de un interés –taxonómico o explicativo– por algún aspecto intrigante de la realidad. Los pronósticos sobre acontecimientos que todavía no sucedieron no forman parte del origen ni del cuerpo central de las disciplinas científicas. En la antigua Grecia se conformaron incipientemente algunas ciencias, pero para averiguar acerca del futuro se recurría al oráculo o tal vez a las pitonisas. El ilustre Isaiah Berlin, profesor en Oxford en el siglo XX, cuando alguien le preguntó por los futurólogos de esa universidad, sugirió que hablasen con el obispo.

Los pronósticos derivados de modelos científicos, como los habituales sobre la meteorología o sobre variables económicas, son subproductos secundarios de esas ciencias. Por lo demás, su precisión es bastante incierta; si se los acepta es porque, poco precisos como son, resultan mejor que nada. Precisamente eso sucede con las encuestas de opinión pública que registran la intención de voto antes de una elección.

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Las encuestas realizadas con el método de muestreo de poblaciones tal como hoy se lo conoce surgieron hacia la década de 1930. Su principal uso fue, desde entonces y hasta hoy, aplicarlas a la elaboración de las campañas electorales y de la comunicación de los gobiernos. Ciertamente, cuando los medios de prensa descubrieron que era posible pronosticar un resultado electoral con alguna probabilidad razonable, se interesaron en esa herramienta. Pero no fueron los pronósticos los que impulsaron el desarrollo del método y los que generalizaron su uso en todo el mundo; fueron su aplicación útil para las decisiones de comunicación y los intereses puramente cognitivos de los investigadores de las universidades y los centros académicos.

Más recientemente, las encuestas se han convertido en un elemento de propaganda electoral, el cual a los ojos de muchos políticos y también de muchos periodistas parece ser más poderoso para obtener votos que la comunicación de campaña. Aún más nuevo es el entusiasmo de los medios de prensa para contar con los pronosticadores de resultados electorales, y la predisposición de algunos de éstos para aceptar ese desafío mediático. Quienes hacen encuestas no son gurúes ni oráculos ni pitonisas; son científicos, o técnicos, que saben manejar un instrumento apto para otras cosas.

Hablo de mi profesión y me tomo la libertad de hablar de mis colegas. Al prestarse a ese juego instalan ante la opinión pública la idea, absolutamente incorrecta, de que su herramienta vale si “acierta” un resultado electoral (expresión frecuente en la prensa diaria) y no vale si “erra”.

Si una encuesta realizada cuatro, siete o quince días antes de una elección pudiera anticipar lo que va a ocurrir de la misma manera que eventualmente lo hacía el oráculo de Delfos, entonces habría que preguntarse para qué seguir con las campañas en la semana previa a una elección, y hasta para qué votar. Si todo está dicho de antemano y sólo hay que descubrirlo mediante un “acierto” estadístico, la comunicación es superflua (¡y vaya que es costosa!). La lógica de un sistema democrático basado en la votación ejercida libremente por los ciudadanos es que cada uno de éstos puede ejercer su libertad de elegir y cambiar de decisión hasta el momento mismo de emitir su voto. ¿Por qué alguien debería adivinar, por más científicos que sean sus métodos, qué decisión tomarán millones de personas?

Lo que no cierra en el deporte de exponer los pronósticos electorales al público es que los profesionales que lo hacen no siempre dicen, con todas las letras, que su instrumento no fue concebido ni es apropiado para reemplazar a la decisión de los votantes. Es apropiado para ayudar a los comunicadores de la política a describir tendencias, elaborar sus estrategias, sirve de ayuda al público para entender lo que está pasando –lo que está pasando el día que se hace la encuesta, no lo que va a pasar tiempo después; si los fenómenos climáticos pueden cambiar por súbitos cambios de vientos o de presión atmosférica, ¿cómo pensar que no pueden cambiar las decisiones de los seres humanos expuestos a las contingencias de la vida y a una comunicación intensiva como son las campañas electorales?–.

Ciertamente, describir las tendencias adecuadamente es muy útil y cuando algunas encuestas describen lo que termina sucediendo y reciben las congratulaciones de la sociedad, todo está muy bien. Eso es muy sano para la democracia. Pero convertir el pronóstico en un espectáculo mediático califica más bien para ser juzgado en la misma categoría de un programa como “Gran Cuñado”, no para evaluar la calidad del método de la encuesta por muestreo.


*Sociólogo.