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Hay un fervor llamativo en la Argentina. Es de los peores, jugo tóxico de un odio cretino y estéril. En el sacrosanto nombre del compromiso militante y en aras de una curiosa pasión social, proliferan palabras y actitudes de intolerancia despreciable.

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Hay un fervor llamativo en la Argentina. Es de los peores, jugo tóxico de un odio cretino y estéril. En el sacrosanto nombre del compromiso militante y en aras de una curiosa pasión social, proliferan palabras y actitudes de intolerancia despreciable.

La otra noche, el empleado público Gabriel Mariotto calificó en Le doy mi palabra al diario La Nación como el suplemento Recoleta de Clarín. Adorador del encono patológico de Luis D’Elía, el jefe del Comfer se regocijó de las pintadas y los escraches contra medios periodísticos a los que el Gobierno declaró la guerra.

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Nada ha cambiado desde el desdichado otoño de 2008, cuando la Casa Rosada calificaba de “golpistas” a los productores agropecuarios y los todo-terreno oficiales clamaban contra “la puta oligarquía”. Los sacerdotes de la beligerancia más espesa siguen convencidos de la justicia sublime de sus combates ideológicos.

Un virus poderoso e irreductible se ha aposentado en estas comarcas. Como parte de un plan sistemático e indetenible, desde el poder oficial se estimulan divisiones y heridas. Treinta y tres años después de marzo de 1976, y a más de un cuarto de siglo de democracia, se sigue hablando de la dictadura setentista como si hubiese acaecido ayer. Es curioso y desesperante: al ritmo de la desenfrenada y escandalosamente artificial retórica kirchnerista, cuanto más tiempo pasa desde aquellos años tétricos, más vigentes parecen estar. Es un nuevo y demoníaco teorema: los efectos de aquella dictadura, cada vez más remota, serían cada vez más intensos.

La farsa de la victimización, gélidamente aplicada por el matrimonio reinante, es, además, cruda negación de sus vidas reales: la nomenclatura gobernante se ha ido esclerosando. Son individuos que viven muy bien, privilegian domicilios suntuosos y acumulan patrimonios desaforadamente insultantes en un país ebrio de pobreza e indigencia.

Hasta la notable revista Barcelona, seguramente la creación satírica más fastidiosa e inspirada de estos años, apuñala con admirable coraje las imposturas de una época tétrica, donde el régimen kirchnerista equipara a los goles de la AFA con los millares de desaparecidos de los años setenta. A esa AFA gobernada por el comandante Grondona se le inyecta desde la jefatura de Gabinete la bicoca de 432 mil dólares todos y cada uno de los días de cada año, hasta sumar 600 millones de pesos anuales, maniobra celebrada por no pocos progresistas porque sería algo reclamado por el pueblo.

Persiste y prevalece, mancha de aceite imposible de ignorar, una tesitura oficial de guerra santa, jihad fornida y blindada, en cuyo alcance flamígero caen traidores, vendepatria, oligarcas, procesistas, fuerzas de tareas y comandos civiles.

Domados o amedrentados, cunde en funcionarios y seguidores del Gobierno un miedo estremecedor. Nuevas oleadas del legendario síndrome de Estocolmo bañan las playas nacionales. Enamorados o secuestrados por un poder resiliente y de pragmatismo feroz, mentes otrora críticas se relamen hoy de su condición de cautivos vitalicios.

Pero no son sólo rehenes violados de manera crónica: son también socios favorecidos por la generosidad oficial: la Argentina es ahora una comarca donde Julio Grondona, Estela Carlotto, Hugo Moyano, Hebe de Bonafini, María del Carmen Alarcón y Federico Luppi usan el mismo uniforme y honran a los mismos amos.

División embriagante e incontenible: familias que no hablan de política para no pelearse, amigos distanciados porque quienes avalan lo actuado desde el poder nada quieren saber con supuestos “quebrados”, todo fortalece un clima de apestosa hostilidad. Se advierte mucho de esto en los comentarios pegajosos y sistemáticos derramados por los sitios de Internet.

Este ambiente de cruel enemistad ya no tiene límites y a él han terminado asociándose adversarios del oficialismo que no evitan su propio odio feroz. Por todas partes se percibe la respiración pesada y ominosa del “hay que matarlos a todos”.

Si ese odio y ese veneno desbordado no respetan fronteras y no son patrimonio excluyente del Gobierno, ha sido el régimen kirchnerista quien más hizo para exaltar el valor supremo de una vendetta delirante. ¿O no se pronunció en Plaza de Mayo el 25 de mayo de 2003 aquel electrizante “volvimos”?

Nada de lo que sucede es impune y tampoco será gratis. La Argentina ha retrocedido en el plano de su lenguaje, sus temas y su espíritu comunitario. Una bronca cerril y temible vocifera sus descalificaciones desde los aparatos del poder.

Muchos funcionarios parecen regodearse en esta nueva encarnación de los peores ciclos de intolerancia. El rasgo sin precedentes que marca un salto hacia el abismo, es la intransigencia troglodita de los nuevos dueños de la verdad. Un resuelto ejército de vasallos se apaña en las alas protectoras del poder, convencidos de que el matrimonio de mega millonarios encabeza una justiciera revolución social. En esa tropa seducida por las efectividades del poder oficial, marchan setentistas hoy sexagenarios y empresarios implacables para quienes no es imposible hacer negocios pingües con nadie.

Espinosa paradoja de los tiempos que corren, secuestrados por sus ensoñaciones o tributarios de un pragmatismo colosal, los cómplices de esta época irascible patentizan la profundidad de la pesadumbre nacional.

Acunada por los parteros del desdén y la inflexibilidad, la Argentina ha ingresado en algo muy similar a aquel tiempo del desprecio de la que hablaba André Malraux al evocar las luchas anti nazis en los años inmediatamente anteriores a la guerra.

Jean-Paul Sartre, que se expediría sobre la lacra de una Francia infectada de injusticia y arbitrariedad a finales de los 50 y comienzos de los 60, decía en su mítico prólogo a Los condenados de la tierra de Franz Fanon que su patria había dejado de ser el nombre de una nación para convertirse en el nombre de una enfermedad.

¿Esta Argentina, en vísperas de su melancólico Bicentenario, sigue siendo el nombre de un país factible o es ya el apellido de un odio patológico?


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