Es curioso. Apenas un escritor se ha vuelto medianamente conocido, sus declaraciones empiezan a hacer sonar, con la monotonía estridente de las chicharras, la cuerda de la vanidad o de la falsa modestia. En el primer caso, se priva de mencionar a los contemporáneos “para no olvidar a ninguno” y prefiere darse corte mencionando a la caterva de muertos ilustres que honran las colecciones de libros de tapa dura, poniéndose en serie mediante el simple recurso de armar su propia lista de glorias citables. En el segundo caso, algo más sofisticado, el autor profiere gansadas celebradísimas del tipo “me enorgullezco de lo que leí, no de lo que escribí”, como si el hecho de dedicarse a la literatura lo hubiera convertido a lo largo del tiempo en un alma bella y distanciada del objeto de su pasión, un recluta más en la fila innumerable de los que aspiran a la santidad resignando hipócritamente la apuesta a la visibilidad del propio mérito.
Lo cierto es que escribir literatura es una práctica tan apasionada como artera, y que leemos tanto porque no podemos vivir sin hacerlo como porque nos lanzamos sobre la obra ajena para clavarle los dientes y extraer la sangre de sus secretos. Un escritor que lee, lo hace “encima” del texto que está leyendo: comparando, compitiendo, examinando, expoliando. Asomándose con temor a los goces de un libro que lo deslumbre pero que no aniquile por supremacía aquellos que él escribió o piensa seguir escribiendo. La literatura es entonces, también, un arte de la aniquilación y de la supervivencia amorosa.