Admito mi predisposición escéptica, si es que no mi eventual fastidio, ante cualquier discurso del género “cómo somos los argentinos”. La pregunta por el ser, unida a la argentinidad, estimula mis renuencias. Y sin embargo, o acaso por eso mismo, he visto con fascinación la última publicidad de Coca-Cola. No hay en ella asignación de virtudes colectivas improbables, no se nos adjudica como rasgo propio el culto a la amistad ni el amor a la familia, no se postula nuestra nobleza intrínseca ni se exalta nuestra macanudez proverbial. Se detecta, en cambio, y se exhibe, un rasgo reconocible: el hábito de la proximidad física, la neta proclividad al contacto. Es sin dudas nuestra parte italiana, que más que parte, es casi todo.
Esta versión de la argentinidad no se resuelve en trascendencias, en esencias ideales, en abstractas metafísicas. Al contrario, es puro cuerpo. Inscribe su postulación de idiosincrasias en una economía corporal de las relaciones sociales: en la cercanía y en el tocarse. Destaco la parte en la que se ve a Martín Del Potro abrazando a un juez de línea tieso, la escena en la que el empleado saluda al extranjero pasmado con un beso en la mejilla.
La represión, bien lo sabemos, impone el mantenerse a distancia, inhibe hasta las miradas. Aquí aparece muy otra cosa, que es incluso resistencia. ¡Y pensar que alguna vez se condenó a esta bebida impar por supuesta penetración foránea! ¡Como si hubiese algo mejor que lo impropio para suscitar una ilusión de mismidad!