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indiferencias

Escaques y jaqueles

Ahí detrás del texto alguien me espera en cuclillas mirando disimuladamente para mi lado a ver qué cara pongo, qué se me ocurre, para dónde van mis pensamientos y mis ilusiones. A menudo es fácil deducirlo porque yo soy de las que ponen caras expresivas o exhalan ooohes y aaahes en voz alta y sin pudor alguno. Pero otras veces soy una esfinge o trato de serlo.

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Ahí detrás del texto alguien me espera en cuclillas mirando disimuladamente para mi lado a ver qué cara pongo, qué se me ocurre, para dónde van mis pensamientos y mis ilusiones. A menudo es fácil deducirlo porque yo soy de las que ponen caras expresivas o exhalan ooohes y aaahes en voz alta y sin pudor alguno. Pero otras veces soy una esfinge o trato de serlo. Quien me espía detrás del texto también es gente pero silenciosa y cómplice. Se pregunta, no si el texto me gusta o no me gusta, que eso no tiene la más mínima importancia. Se pregunta, y se lo pregunta conmigo, de ahí lo de cómplice, cómo es que logramos llegar hasta acá. También puede ser que se pregunte y me contagie, cómo es que existe en este mundo eso que pasa frente a mi ventana: un tipo en bicicleta por ejemplo. O uno de esos camiones enormes que llevan arriba una cementera girando. Preguntas importantes, créame. No porque no tengan respuestas, que las tienen, sino porque las respuestas son ubicuas: están en cualquier parte. En los tratados de Aristóteles, en los motetes, en las regaderas, en las herramientas caseras y en los tableros de sesenta y cuatro escaques. Escaques y jaqueles están íntimamente relacionados gracias a los cuatro ángulos rectángulos, y sin embargo, escaquearse quiere decir huir, irse porque no hay límites ni ángulos; más aún, desaparecer. Borges contó los pájaros de una bandada para saber si hay dios y concluyó que sí y que se trataba de un dios indiferente. Miró para otro lado (dios digo, no Borges) mientras el barro se convertía en cuencos, cuando crepitaban las hogueras en las plazas, cuando un dibujo a pluma mutaba en un extraño aparato que vencía la gravedad, mientras los hombres y, aunque a usted le resulte difícil aceptarlo, las mujeres tejían mitos y rezos. ¿Qué habría sentido dios, de no ser indiferente, al hundirse en las miasmas de las pestes? ¿Qué ante la luz enceguecedora del hongo mortal? ¿Qué ante un pobre tipo que pasa en bicicleta frente a mi ventana llevando sobre sus espaldas a los anfibios convirtiéndose en reptiles, a los caballeros de Malta, a las pequeñas damas de honor rodeando a la princesa, a las mafias de la efedrina, a la podredumbre del poder? ¿Cómo soportar este mundo a menos que nos convirtamos en eso, en dioses indiferentes?