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Esconde Drácula

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| Cedoc

Hace un par de años, con el ruido leve del desplazamiento de unos terrones que precede al desplome de la montaña, escucho el rumor creciente que difunde la versión de que un escritor cuyo apellido está asaeteado de consonantes ásperas y vocales graves, es firme candidato a ganarse el Nobel de literatura: sería el primer autor de su país en obtenerlo. No es inusual que  ese premio se le conceda al ciudadano de alguna nación a la que por algún motivo extraliterario los académicos quieren recompensar, aunque también cuenta, y mucho, el elemento sorpresa. En este caso, no parecen existir motivos políticos para distinguir a un coterráneo del conde Drácula. 

Por lo general, no le presto mucha atención a esas anticipaciones y tampoco suelo comprar los libros de los ganadores; esa reticencia de mi parte se debe a motivos que escapan a una explicación sencilla y por lo tanto resultarían tediosos de explicar. Pero este rumano parece irse acercando al premio y al conocimiento de los lectores de nuestras costas, y cuando leo un comentario acerca de una de sus novelas escrito por un colega que respeto y admiro, decido rendirme y comprar su libro: carísimo.  

También debo aclarar: no lo habría comprado ni en pedo si no fuese porque el comentario de mi colega no mostrara algo mucho más importante que el discernimiento crítico: se nota la comprensión del deseo del escritor que movió a la escritura y su placer como lector. Así que rompo el chanchito y compro el libro y me dispongo a una ascética y excitante orgía de ochocientas y pico de páginas. Empiezo a leer: la profusión de localismos del traductor español no es tal que vuelva imposible el recorrido; cada tanto molesta con algún que otro chaval y follón, nada terrible. Y se nota que el escritor rumano ha sido poeta y tal vez lo siga siendo: nadie como un poeta para evaluar el modo en que pesa y mide cada palabra, la precisión definitiva de lo dicho, la comprensión de que si hay algo que no existe en este mundo, son los sinónimos. Cada frase está trabajada, cumple una función rítmica, tiene su propia cadencia, cierra a la perfección. Pero en la extensión de un párrafo, la sucesión de frases perfectas tiende a una cierta uniformidad almibarada, como si el autor estuviera tratando de convencernos de que maneja la materia de su relato como un maestro. Y el autor es, sin duda, un maestro de la percepción, de la acumulación y de la enumeración, pero, ya voy por la página 110 y lo mejor que ha ocurrido es una escena que parece tomada del Sacrificio, de Tarkovsky, y el resto es el típico rejunte de subrayadísimas estampas costumbristas del escritor fracasado que se desempeña como maestro y tiene una vida gris y triste. 

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Claro que solo leí una octava parte. ¿Puede alzarse una novela sobre las cenizas de la decepción y ofrecernos en el tiempo de su tiempo las promesas de su futura gloria?