La era del yuyo ha entrado en su etapa de búsqueda del tesoro. Auscultamos los libros de los escribas de Estado para encontrar la huella del pirata. Extendemos los planos sobre la mesa de fórmica del estudio de televisión en busca de la bóveda oculta, de la guarida que cobija el botín dorado. Sólo que, a diferencia del de Spielberg, el guión de esta última cruzada no promete piedras preciosas ni santos griales sino pirámides de ladrillos verdes de moho enterrados bajo tierra u oscuras entradas contables y asientos electrónicos en exóticas islas del Caribe. Como la carta robada de Poe, el tesoro mejor guardado está guardado cerca de casa, en el lugar más obvio, el menos pensado. Allí donde en noches de tormenta se lo puede acariciar y pesar sin dejar de combatir al capital.
Mientras miran de reojo el refugio patagónico, los relatores entran gozosos en la etapa de la escritura automática. Es el monopolio el que demoniza a los pobres evasores en fuga, víctimas de gobiernos atroces. No neguemos la realidad: cuando Juan de Garay fundó esta ciudad de pobres corazones macristas, los nativos mal llamados indios ya ahorraban en dólares. ¿Acaso debían ahorrar en una moneda que llevaba impresa la cara de quien los aniquilaría tres siglos más tarde? Redimamos pues a las dolarizadas víctimas de la usura neoliberal lavando sus pies en Cedin. Ya lo decía Ezra Pound (poeta denominado en moneda fuerte): “Con usura no hay paraíso pintado para el hombre en los muros de su iglesia”. Recibamos en nuestro seno a los pródigos tránsfugas, mientras expoliamos a los pobres trabajadores pesificados, que de ellos es el reino del modelo.
Así, asediado por la realidad, el relato se transfigura en un cadáver exquisito de consignas recombinadas aleatoriamente como una carta abierta. Los apóstoles, antes de salir a evangelizar, repasan los retoques de última hora del guión. Miran al líder que, sin devolverles las miradas, dicta: a partir de hoy, el lenguaje oficial será el sueco, los ciudadanos deberán cambiarse los calzoncillos cada media hora, los niños de menos de 16 años tendrán todos 16 años y toda inflación mayor al 10% será del 10%. Hay algo conmovedor en el gesto perplejo con el que los seguidores interrogan el giro inverosímil, en el instante de duda antes del aplauso y la ovación.
El cadáver exquisito beberá el vino joven (decía el primer cadáver exquisito).
El relato reversiona su propio relato. Documenta la historia del líder dos veces, primero como farsa, luego como tragedia. Proyecta las dos versiones a pantalla dividida en el prime time del canal Encuentro, mientras los fieles, con lágrimas de éxtasis militante, sueñan ovejas con pecheras azules.
Espejo replegado sobre sí mismo (escribía, automáticamente, Tristan Tzara).
En el matancero Congreso por la Democratización de la Justicia, Cristina nos habla de “la primera gran ecuación” que conforman “justicia y seguridad, íntimamente vinculadas con fenómenos contemporáneos como el narcotráfico” y planta así en nuestras impresionables cabezas imágenes de jueces asaltando arma en mano a adolescentes de vuelta del boliche, u ocultando bolsas de dinero narco en oscuros pasillos tribunalicios.
Veo esa balanza perpetuamente enloquecida (André Breton seguramente se refería a alguna otra cosa, como siempre pasa con las vanguardias).
Los dioses han condenado a la Argentina a empujar una roca hasta la cima de la montaña, desde donde volverá a caer por su propio peso. Los dioses han pensado que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza. Pero la hora del descenso al pie de la montaña es la hora de la conciencia. ¿En qué consiste el castigo si a cada paso nos sostiene la esperanza de conseguir un propósito? Argentina, proletaria de los dioses, conoce la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante el descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. El esfuerzo mismo para llegar a la cima basta para llenar su corazón. Hay que imaginarse una Argentina dichosa.
*Economista y escritor.