Desde que comenzó la cuarentena impuesta por el coronavirus he entrado, como muchos, en la dinámica casi diaria de mantener reuniones laborales a través de diferentes aplicaciones. En una de esas rondas, en las que participamos varias personas, cada cual desde su casa, una de ellas fuma cigarritos marrones, parecidos a unos holandeses que consumía el escritor que interpretaba William Hurt en Smoke, de Wayne Wang y Paul Auster. Ninguno de los que participamos en estas reuniones semanales le ha hecho ningún comentario, aunque, no hay duda, todos debemos haber reparado en esto. Si alguien estornudara varias veces o tosiera, entonces sí, intervendríamos alarmados (por cierto, esto ocurrió la semana pasada).
Desde que los fumadores han sido obligados a hacer mutis por el foro, los espacios públicos en los que se puede fumar un cigarrillo, un puro o, incluso, un artilugio electrónico están perfectamente delimitados y, en casi todas las casas, quien fuma está confinado al jardín, el patio o los balcones. El edicto social, más que al tabaco, lo que ha hecho invisible es el fumador. La vigilancia, con sigilo, también ha ocupado el espacio íntimo.
El reality show, espacio trash de la esfera pública en el que se hace prácticamente de todo (menos fumar), invadió primero la intimidad de las personas y después el espacio privado, su casa. Desde el hogar de la familia Kardashian hasta la Casa Blanca, a la que también hay que leer como un reality porque los movimientos de la mujer del presidente, su hija y el yerno intervienen de pleno en el relato político del mismo modo que gestionaba su intimidad Nicolas Sarkozy con su esposa, Carla Bruni. Así como el ex presidente francés y la cantante se casaron en una ceremonia privada dentro del Elíseo, un espacio público, la CNN incluye en su menú informativo detalles como, por ejemplo, que el matrimonio Trump duerme en dormitorios separados.
El cantante Jorge Drexler transformó un ámbito público, como lo es un teatro, en un sitio privado cuando se vio obligado a cancelar varios conciertos en Costa Rica. Drexler, entonces, en la sala vacía, giró la silla y se sentó de espaldas a la platea, guitarra en mano, y dio su concierto de casi dos horas ante una cámara para una audiencia que lo siguió por la red. Fue el primero.
Pasamos de lo público a lo privado vía Skype, FaceTime, Zoom o la aplicación que sea, tanto a la casa de un amigo o un pariente como a la habitación de Manu Chao (en silencio durante años y ahora urgido por exponerse) improvisando un tema ad hoc sobre la pandemia o al salón de Neil Diamond, con el hogar encendido, cantando Sweet Caroline con la letra adaptada a cuestiones sanitarias (“Hands, washing hands/ reaching out/ don’t touch me, I won’t touch you...”).
Los ciudadanos anónimos, además de una catarata de testimonios personales en las redes exhibiendo escenas domésticas, también improvisan actuaciones colectivas como la de los italianos que cantan a coro, cada uno desde algún rincón del país, L’Italiano, de Toto Cotugno, como ejercicio de terapia nacional.
Todos abren su casa.
Hay una liberación del espacio íntimo que se expone sin pudor. Michaël Foessel sostiene que lo íntimo no es un hecho natural, sino el resultado de una conquista social y política, con lo cual llega a la conclusión de que “la posibilidad de lo íntimo tiene como finalidad última la democracia” (La privación de lo íntimo, Península, 2010).
¿Debemos entender que esta concesión, esta capitulación voluntaria es, en alguna medida una resignación o una entrega? ¿O estamos ante una democracia no ya de ciudadanos sino de espectadores?
La persona que, en las reuniones a las que asisto desde mi tableta, fuma sin complejos –y ante la que ninguno de los demás hace comentarios al respecto– puede que sea un resistente. Al menos defiende su espacio moral.
*Escritor y periodista (desde España).