El día de los comicios no es muy bueno para hablar de elecciones. Es una jornada cargada de expectativas y, para mucha gente, de cierto recogimiento cívico. Al final del día se contarán los votos y muchísimos ciudadanos volcaremos la atención en el recuento y el anuncio de los resultados. En algún momento del día todos, o casi todos los adultos, habremos ido a emitir el voto y para una gran parte de nosotros la jornada del domingo se habrá estructurado en función de ese hecho. Tal vez porque el voto, en nuestro país, no sólo es obligatorio sino que es voluntariamente aceptado como un deber cívico, la jornada suele estar revestida de cierto halo de ritualidad relativa al respeto por las instituciones de la democracia. El fervor con el que la jornada transcurre entre quienes se mueven en los ámbitos de la política contrasta con el clima masivamente dominante de relajamiento o de recogimiento cívico que, en muchos casos, conlleva un paréntesis en las divisiones y confrontaciones políticas; porque en la jornada electoral la dimensión plural y simétrica del espectro político alcanza su punto de máxima, el valor de la diversidad se expresa en plenitud; sólo pueden amenazarlo las picardías de algunos fiscales y pocas cosas más. Un almuerzo familiar en el que padres e hijos comparten fraternal y respetuosamente sus distintas posturas políticas puede ser un retrato adecuado que sintetiza el conjunto de los valores que se despliegan ese día. Los militantes y activistas de la política seguramente vivirán un clima distinto, enfrascados en compartir sus convicciones y sus emociones con sus correligionarios y en convocar y llevar a votar a remisos necesarios para mejorar el desempeño de sus candidatos. En el conjunto, el día de votación suele ser tranquilo y decoroso.
Pero no es un día tranquilo para los candidatos. Es el día en que se echan las suertes, se enfrentan mano a mano con el destino que cada uno trató de diseñar pero, finalmente, juega sus propias cartas. Siempre los hombres de poder estuvieron expuestos al arbitrio de un destino de tipo shakesperiano; en la democracia, es el arbitrio, reducido a una contabilidad, de la decisión de millones de ciudadanos.
Hoy, 9 de agosto, votamos en las PASO, una institución bastante nueva en nuestro país, heredada de las antiguas internas partidarias, que solían ser internas propiamente dichas, pero a veces fueron abiertas. El voto en la jornada de hoy tiene dos sentidos algo distintos: en todos los casos, es una “previa” de la elección definitiva, en la que cada candidato enfrenta a los votantes en un primer test no vinculante. En este plano, los votos que cada uno obtengan hoy no definen nada; pero simbólicamente pueden significar mucho en el primer round definitivo el 25 de octubre. En el otro sentido, las PASO son una eliminatoria que dejará afuera de la carrera a todos los candidatos que no resulten ganadores en la interna de su propia alianza o frente político. Este invento fue forjado en la sensación –que era fuerte– de que los partidos no respetaban a sus miembros cuando elegían a sus candidatos; en otras palabras, que en algunos casos los dirigentes manipulaban a los afiliados usando y abusando de su poder. Y así llegó esta suerte de intervencionismo estatal en la vida de los partidos, cuyos pros y contras se verán con el tiempo. En cuando a la elección presidencial de este 2015, mañana se cumple una etapa; desde el lunes será otra carrera –en la que los participantes corren con distintos hándicaps–.
Como los argentinos votamos porque es obligatorio pero también, en una buena medida, porque valoramos hacerlo, ésta de hoy es una jornada en la que está en juego algo valioso: la vocación democrática de nuestra sociedad. Es la oportunidad en la que los ciudadanos, en este plano todos iguales, elegimos a quienes nos gobernarán. Es una instancia en la que, de manera formal y también efectiva, hacemos un aporte decisivo para la construcción de nuestro futuro.
*Sociólogo.