Cuando en diciembre de 2001 el fuego se devoró al gobierno de Fernando de la Rúa, mi hijo menor tenía 13 años. Es parte de una generación para la cual hay términos que no significan nada: hiperinflación, Rodrigazo, remarcación de precios, ajuste, corrida bancaria, hiperdesocupación, terrorismo, antipatria. Salvo por los manuales de ingreso a la secundaria, los libros de historia y las huellas que sus padres le habremos transferido, estas palabras son para él apenas expresiones del pasado. Claro que mi hijo no pertenece a los “ni ni”, esos chicos sin trabajo ni estudio que el sistema fue tirando a la banquina como resaca de sus noches de borrachera, sino que es un joven de veintiséis años que integra la vasta clase media argentina acostumbrada a renovar sus esperanzas cada vez que un ciclo oscuro se termina. Pudo vivir los últimos años de tregua como dueño de su propio universo, disfrutando de una paz que, aunque precaria y relativa, le permitió imaginar que el futuro existe. Habrá tenido otros fantasmas, por supuesto. Los fantasmas de su tiempo. Pero ni en la peor de las pesadillas figuraba la posibilidad de que todo volviera a repetirse. Sin embargo, como en el mito de Sísifo, durante estos nerviosos días de verano la piedra volvió a rodar una y otra vez. Y aquellas malditas palabras de los textos escolares regresaron convertidas en inquietante presente. Ahora está empezando a conocer el sabor de la frustración. La Argentina parece destinada a copiarse a sí misma. Cada diez años, mata las tibias esperanzas de una generación.
◆ “A la gente no le alcanza para comer”, dijo a mediados de esta semana Antonio Caló, secretario general de la CGT oficialista, y pidió “no hacer terrorismo porque la gente está asustada”.
◆ “Puede haber una corrida contra el peso y la inflación salirse de control”, advirtió por su parte Mario Blejer, economista muy frecuentado por el kirchnerismo y asesor informal del gobernador Daniel Scioli.
◆ “Argentina al borde”, tituló el New York Times, uno de los diarios más prestigiosos del mundo que suele ocuparse muy de vez en cuando de este país ubicado en los confines del mapa.
◆ “La actitud antipatriota de algunos empresarios da vergüenza”, sumó al diccionario del pasado el jefe de gabinete, Jorge “Coqui” Capitanich.
◆ “Si los medios marcan una cosa, y la gente lo piensa, se terminan convenciendo unos a los otros y esto se traslada a la realidad. Al decir ellos que el dólar blue era el valor real, buscaban la devaluación. Por eso decían que se venía el Rodrigazo, porque es lo que quieren”, tiró la pelota afuera el humilde ministro de Economía, Axel Kicillof, desde el podio de 6, 7, 8, programa emblemático de la televisión pública de uso particular.
◆ “Hay crisis fuertes que pueden terminar como en las últimas décadas, porque los actores no estuvieron a la altura y se terminó en la ida anticipada de (el ex presidente Raúl) Alfonsín o en la crisis de 2001”, agregó, con realismo mágico, el gobernador de Misiones, Maurice Closs, hombre del Frente para la Victoria y miembro de la liga de gobernadores oficialistas.
Hace unos días, un veterano taxista, dueño de un admirable sentido común, me dijo: “Jefe, no se queje, este es el país más previsible del mundo: usted mira para atrás y ya sabe lo que va a venir”.
El Gobierno, que ha desconocido las advertencias que le vienen haciendo desde hace años economistas del más variado arco ideológico –incluidos varios que integraron su propio elenco, como Roberto Lavagna, Martín Redrado o Miguel Peirano–, ha preferido una vez más encapsularse en su realidad virtual. El joven y arrogante ministro Kicillof y el batallón militante de La Cámpora parecen ser las únicas voces que una presidenta, atrapada en encerronas ideológicas y prejuicios intuitivos, está dispuesta a escuchar. Sus propios funcionarios le temen y han entrado en pánico escénico. La mayoría no habla, y los que hablan no hacen más que contribuir a la confusión general.
Cristina Fernández, que había amenazado con no tocar el tipo de cambio durante el último tramo de su mandato (“Los que quieren ganar plata a costa de la devaluación y del pueblo van a tener que esperar a otro gobierno”, dijo el 5 de mayo de 2013) termina produciendo una caótica y brutal depreciación de la moneda mientras responsabiliza por Twitter a los medios y a los “especuladores de siempre”. Sin diálogo con las entidades empresarias, sin consultar a los partidos democráticos y a las organizaciones sindicales y sociales, sola contra el mundo, sus últimas incursiones en las redes sociales parecen la obra de una artista que no se siente reconocida. Ocupada en medir los centímetros que los diarios tradicionales le dedicaron a su viaje a La Habana o a su breve internación por una afección en la cadera, esquiva pronunciarse sobre los temas que angustian a la sociedad. Como si sólo fuera una especialista en medios de comunicación, lejos de la calle, donde el pasado vuelve a mostrar sus dientes con temeridad, la Presidenta parece no oír. ¿Nadie le cuenta que la inflación hace estragos y que hay comercios que remarcan a repetición como en los nefastos tiempos de Celestino Rodrigo? ¿No escuchó a Caló, su aliado sindical, decir que la gente está asustada? ¿De verdad cree la jefa de Estado que todo lo que pasa no pasa o es culpa de un grupo de conspiradores?
Es difícil explicarle a un muchacho de 26 años que debe estar preparado para vivir la próxima frustración argentina. Pero los hechos nos están dejando poco margen para el optimismo. El ensayista Alejandro Katz acaba de decirlo en el diario La Nación: “Suponer que el ruinoso final del actual gobierno es el fundamento de una nueva y mejor oportunidad es simplemente desconocer, de modo irresponsable y complaciente, que los muchos fracasos anteriores no han modificado las conductas básicas de los actores colectivos ni individuales en un país en el que cada vez es más difícil encontrar razones compartidas para vivir”.
Esta historia ya la vivimos. ¿Estaremos a tiempo de no repetirla?
*Periodista y editor.