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Es una verdad teatral que puede aplicarse al fútbol (lo que equivale a decir, a todo): cuando todas las miradas miran una cosa al mismo tiempo, la cosa es modificada. Las mil opiniones simultáneas sobre qué deberían haber hecho Messi o Di María no hacen más que tejer una rara red semántica, un mundo otro, una dimensión paralela a la realidad, que me hace acordar mucho al universo de las estadísticas. En él, los números hacen creer que las cosas serán de una manera. Pero la realidad se niega a ser atrapada, y si algo bueno tiene el fútbol es que desenmascara soberanamente a quien habla a boca de jarro.

Juegan Suiza y Argentina, y mientras los relatores acumulan ideas como Rastis, leo en un diario muy bizarro que “Suspenden la construcción de una ruta en Islandia para no molestar a los duendes”. Es que por donde pasa esta ruta vive una familia real de elfos y el Tribunal Supremo islandés aceptó un recurso presentado por Amigos de la Lava, quienes sostienen que la obra tendría gran impacto cultural. Hasta ahí, una zoncera. Pero luego siguen los números: el 54% de los islandeses “no niega la existencia de duendes y elfos”, el 8% cree en ellos (debe ser un porcentaje más alto que los afiliados al Partido Radical) y el 3% tuvo contacto directo con estos seres de tamaño variable que –afirman– visten ropas medievales.

Las estadísticas al borde de los partidos se parecen a estas inferencias. Quién tuvo más tiempo la pelota, quién pateó más córners, cuántos partidos de octavos de final deben ir a tiempo adicional por regla estadística. Son discursos que apelan a la coartada de las cifras para poder durar en el aire lo que la espuma en lo alto de una ola. Se dicen porque todos los ojos hacen presión en el mismo punto para que algo sea dicho en vez de nada.

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No los critico: después de todo, el fútbol parece haberse inventado para eso: para jugar. Y quienes no han querido probar en carne propia las delicias del botín merecen también una tajada cualquiera del juego universal.