Y pasó Frankfurt, nomás. Y volverá a llegar, en 2010, con la Argentina como país invitado. Este año la feria del Libro de Frankfurt, la más importante del mundo editorial, tuvo a China como centro de su homenaje. Para eso, la organización le ofreció un espacio de varios cientos de metros cuadrados llamado Foro. China construyó su inmenso stand en el hall que le correspondía, y en el Foro optó por el minimalismo: un recorrido histórico con paradas en momentos clave del desarrollo industrial, como la invención del papel, la tinta y las máquinas tipográficas, hasta llegar a los dispositivos de lectura electrónicos, el futuro inminente. Un diseño sobrio pero moderno, y en el medio varias filas de butacas y un escenario para discursos y lecturas. (Mientras tanto, la Premio Nobel Herta Müller exigía de las autoridades alemanas repudio a la censura china, y a la entrada de la feria un grupo de manifestantes tibetanos protestaba con gritos y pancartas). Es en aquel Foro donde la Argentina planea instalar, en el 2010, un laberinto en referencia obvia a Jorge Luis Borges a través del cual mostrar al mundo la cultura argentina.
¿Y qué pasó, finalmente, con las suspicacias (ideológicas, políticas, culturales) existentes entre el comité nacional y el del Gobierno de la Ciudad? Poco y mucho al mismo tiempo. Enfrentados en el Hall 5, exactamente a un par de pasos el uno del otro, el stand argentino doblaba en metros al porteño, aunque lo secundaba en diseño y concepción. Las autoridades, y los escritores y periodistas que debían oficiar de presentadores de cada uno de los espacios se miraban con sorprendente e inexplicable recelo (siempre habrá ediles del poder que se tomen demasiado en serio las invitaciones oficiales). Y mientras algunos bebían café y mataban el tiempo, pensando en qué diablos podrían hacer en un lugar tan poco afecto a los autores, por ahí deambulaban, algo perdidos, José Pablo Feinmann, Osvaldo Bayer, Guillermo Martínez y Claudia Piñeiro, las caras más visibles de la delegación oficial comandada por Margarita Faillace.
Pero una de las cosas más relevantes para el futuro del libro transcurría bastante lejos de allí. Los cambios que traerá el libro electrónico siguen siendo un enigma para casi todos, pero es algo de lo que se habla de manera permanente en voz baja. El miedo concreto: que a la industria editorial le suceda lo que a la discográfica, que agoniza desde hace años. En su discurso inaugural, la canciller Angela Merkel le ofreció su voz y un guiño al ala más conservadora de la industria: “También los libros electrónicos deberían estar sujetos a una ley de precios fijos. La propiedad intelectual debe ser defendida no sólo ahora sino siempre”, arengó y fue vitoreada.
El avance del ebook es lento y leve, aunque sostenido: en los últimos seis meses se vendieron sólo 65 mil libros digitales en el mundo (en 2008 representaron apenas el 0,8 por ciento de las ventas en los EE. UU.). Pero no son pocos los que ven a 2018 como el año en el que todo cambiará, y esperan que para entonces entre el 30 y el 40 por ciento de los ingresos provengan de este canal de ventas. Por lo pronto, en un rincón poco visible de Frankfurt llamado Bytes & Books, se mostraban algunas de las caras de aquel futuro: los dispositivos de lectura, cada vez menos imperfectos (el Reader de Sony se ofrecía a 299 euros), y unos modernos aparatos similares a cajeros automáticos desde los que, dentro de pocos meses, alemanes e ingleses podrá descargar por Bluetooth y a sus teléfonos celulares un (sólo por ahora) restringido catálogo de obras.