Allá por 1980 viví unos meses en Barcelona. Como suele ocurrir cuando uno es extranjero y tiene buenos amigos locales, dejé que me llevaran a muchos sitios, sin preguntar siquiera a dónde íbamos. Así fue como un día terminamos en una de las barracas del puerto para presenciar la performance de un grupo teatral que acababa de nacer: La Fura dels Baus. No importa cómo llegué allí, lo que importa es lo que vi y oí. Un espacio vacío oficiaba de escenario, y en el medio había un auto; y la acción se reducía a una fiesta más o menos anarquista en la que se destrozaba el auto a mazazos. Luego tenía lugar una breve acción eficaz: el actor en cuestión dejaba la maza a un lado y tomando, por ejemplo, una puerta del auto que estaba destrozando, la arrojaba hacia donde se encontraban los espectadores. Que naturalmente se apartaban, mirando cómo la puerta iba a dar contra el suelo en el mismo lugar donde ellos estaban hasta hacía un instante. En realidad, el efecto tenía su trampa y su profesionalismo: en cuanto el actor levantaba los brazos enarbolando la puerta, los espectadores a los que estaba mirando se apartaban, de modo que la puerta iba siempre a estrellarse en un lugar vacío. Pero como resultado generaba la sensación, naturalmente falsa, de que el actor pretendía matarlos. Pero es otra cosa lo que quería contar. En determinado momento, en medio de las corridas y los gritos, un actor dejó la gran maza con la que trabajaba apoyada en donde hasta hacía un rato estaba el guardabarros del auto, que estaba arrojando a la multitud, y en ese breve lapso un espectador, entusiasmado y preso de un éxtasis destructor, tomó la maza, dispuesto a hacer algo. Algo que no pudo hacer, porque el actor, que ya se había desembarazado del guardabarros, le puso una mano en el hombro y mientras con la otra aferraba la maza le susurraba al oído: “Calma, esto es teatro”.
Aquel espectador le estaba pifiando a la interpretación del código. Creyó que era un invitado a la destrucción y en cambio solo tenía que mirar, correr y gritar. Últimamente encuentro que mucha gente le pifia al código, malinterpreta el juego, se ubica en el lugar equivocado, no sabe distinguir la platea del escenario, o pretende estar en los dos sitios a la vez.
Me pasa a veces en Twitter, donde suelo subir tonterías que en el mejor de los casos aspiran a hacer reír, pero que muchos se toman al pie de la letra. Es decir que interpretan lo leído sin ponerlo en contexto, sin confrontarlo con todo lo escrito con anterioridad y por lo tanto sin saber si estoy hablando en serio o en broma. Me pasa todo el tiempo y juro que consigue avergonzarme de lo que escribo.
Y lo mismo ocurre con las obras de arte, con lo que ahora se derime en el terreno de la cancelación: creo que la gente que reinterpreta ciertas obras escandalosas y pretende cancelarlas no las entiende, o mejor, las odia. ¿Odian el arte porque no lo entienden o no lo entienden porque lo odian? Spinoziana pregunta. No sé responderla.
Pasolini decía: “Escandalizar es un derecho, ser escandalizado es un placer”. Me parece que allí reside el núcleo del asunto: son los moralistas los que creen que escandalizar y ser escandalizados es un delito. O dos. Solo una minoría puede entender el arte, todos los demás entenderán lo que quieren (a lo sumo lo que pueden). Tal vez confundan la realidad con la fantasía, la verdad con la mentira. No son naturalmente malos: simplemente no entienden el juego. Pero en cuanquier caso siento que lo que corresponde hacer con ellos no es combatirlos, sino simplemente ponerles una mano en el hombro y susurrarles al oído: “Calma, esto es teatro”.