COLUMNISTAS

Euforia gráfica

Las ediciones de Adriana Hidalgo tienen un no sé qué. Me refiero a su colección Narrativas, a esos libros tan característicos de tapas con colores netos y sin imágenes, con el nombre del autor escrito en letras muy grandes pero de abajo hacia arriba y en un ángulo desviado un poco más de diez grados de la vertical de tal modo que la última letra termina en el ángulo superior izquierdo

|

Las ediciones de Adriana Hidalgo tienen un no sé qué. Me refiero a su colección Narrativas, a esos libros tan característicos de tapas con colores netos y sin imágenes, con el nombre del autor escrito en letras muy grandes pero de abajo hacia arriba y en un ángulo desviado un poco más de diez grados de la vertical de tal modo que la última letra termina en el ángulo superior izquierdo. Muchas veces, esas tapas ejercieron sobre mí un misterioso embrujo que me llevó a comprar libros de autores desconocidos (una grata sorpresa, entre ellos, fue Los únicos, de Katja Lange-Müller). La fórmula parece perfecta pero es tan particular que cuando se aplica a un caso ligeramente distinto deja de ejercer su fascinación. Es lo que ocurre cuando la caja aumenta de tamaño, como en el caso de la edición reciente de Gran Sertón: Veredas, de João Guimarães Rosa: en ese caso, fue el prestigio de esta obra clásica lo que me llevó a comprarla. La tapa no me llamó la atención aunque es similar a la de los volúmenes más pequeños. En cambio, las cuatro novelas de otro autor brasileño, João Gilberto Noll, forman un conjunto espectacular con sus colores brillantes (negro, azul Francia, verde esmeralda, ¿ocre?), los autores en negro o magenta y los títulos en blanco. Es el súmum de la colección, acaso porque el nombre del autor tiene la cantidad de letras exacta para que el efecto sea máximo. A esta altura, sospecho que lo escrito puede parecer un ejercicio de fetichismo, pero no puedo controlar la euforia que me produce ese diseño.
No fue sino hasta hace unos días que, leyendo justamente los libros de Noll, se me dio por mirar de quién era la maqueta que tanta admiración me causa y así apareció, junto con Gabriela Di Giuseppe, el nombre de Eduardo Stupía, un artista que se estableció en los últimos años como uno de los nombres más importantes de la plástica local. Pero Stupía (Buenos Aires, 1951) es conocido públicamente por otro motivo. Durante muchos años vivió de hacer prensa de cine, esto es de informar a los críticos sobre los estrenos y de persuadirlos (en la medida de lo posible, ya que Stupía siempre ejerció su ingrato oficio con respeto y con extremada sutileza y discreción) de que las películas distribuidas por la empresa en la que trabaja figuran entre las joyas del séptimo arte. Mientras crecía como dibujante y pintor –y hasta se hacía tiempo para incursionar en el diseño–, Stupía redactaba semana tras semana sus gacetillas y aprovechaba para ejercitar su pasión cinéfila. Aunque le iba cada vez mejor con la pintura, nunca abandonó esa otra profesión que excedía (aunque nunca sabremos en qué medida) su función alimentaria. Al parecer, ahora se ha decidido finalmente a hacerlo y en adelante se dedicará full-time a su arte.
Stupía es conocido principalmente por sus dibujos y de su estilo se puede leer lo siguiente: “¿Dónde empieza y termina el dibujo de Stupía, en qué punto su trazo concede tregua? Esta inquietud de las formas es arte y parte de la obra. Ese trazo que parece nunca acabar y que tiene los itinerarios que cada uno tome”. Es curioso que esa noción del trazo infinito, que va pasando de un estado a otro, describa perfectamente la escritura de Noll, músico, periodista y profesor nacido en 1946 en Porto Alegre. Bandoleros (1985), Harmada (1993), A cielo abierto (1996) y Lord (2004), las cuatro novelas publicadas por Adriana Hidalgo y traducidas a un castellano fluido e inquietante por Claudia Solans, muestran a un escritor cuyos protagonistas van mutando, atravesando estadios sociales y psicológicos, trasponiendo los límites entre realidad, sueño y fantasía, saltando entre tiempos y espacios distintos conectados únicamente por el deseo sexual, la decadencia y una voluntad de huir, de poner distancia frente a un orden destructivo y agobiante. El dibujo de Stupía, sin embargo, suele ser un poco más abstracto.