Hará un par de años, movido por la definición de un notable artista local acerca de la estética peronista como un ejemplo de “stalinismo blando”, escribí y no publiqué una serie de relatos y una obra de teatro que abordaban las cuestiones de la estatuaria y la arquitectura entre 1946 y 1955. En el curso de su desarrollo, entre otros asuntos apasionantes (no hay nada más interesante que el peronismo; es una épica y una picaresca, una larga explosión trágica y amortiguada), me encontré con las transformaciones que sufrió el Monumento al Descamisado que primero Perón quiso dedicarle a las masas que lo habían rescatado de Martín García, y que luego, cuando Evita enfermó y agonizó, fue cambiando rápidamente hasta convertirse en el sueño del mausoleo, el Taj Mahal que Evita quería construir y supervisar en vida para que Perón pudiera visitarla y amarla después de muerta y para que el pueblo pudiera ir a visitar su tumba sentimental y suntuosa.
El monumento debía ser descomunal, más alto que la Torre Eiffel y que la Estatua de la Libertad. Evita siguió su diseño todo lo que le dieron sus fuerzas –el poder vuelve a sus representantes arquitectos, el cuerpo se vuelve la utopía final– y no tenía ningún problema en afrontar los problemas prácticos de su instalación. Uno de sus diputados y fieles, llamado Héctor J. Cámpora, proponía construirlo en Plaza de Mayo, para lo cuál sólo había que retirar el pequeño monumentito de esa señora que tiene un escudo y una lanza y un gorro frigio y, además, como el ancho del basamento o la profundidad de los fundamentos requerían de un espacio más bien notorio, sugería de paso eliminar el edificio del diario La Prensa, casualmente opositor (y no recuerdo si se incluía tambien un guadañazo a la Catedral Metropolitana). Entre tanto, para endulzar las instancias de la agonía, se realizaban homenajes, se comparaba a Evita con grandes personalidades femeninas de la humanidad, entre ellas Juana de Arco. Ya no sé si no fue Juanita Larrauri quien certificó que la supremacía de la Abanderada de los Humildes sólo cedía ante la majestad de la Virgen María.
En cualquier caso, algo de eso, del stalinismo blando, me rebotó en la memoria cuando leí las declaraciones de una larraurizada Diana Conti pidiendo la reelección eterna de la presidenta Cristina Fernández viuda de Kirchner. Como estamos tratando de la eternidad, no importa que el asunto ya esté periodísticamente un tanto desactualizado, porque en los rulos del tiempo cíclico del peronismo todo vuelve y volverá, convenientemente transfigurado. Desde luego, Cristina es un cuadro tal vez menos pasional y mucho más político que su antecesora simbólica, lo que explica su desistimiento gentil de la propuesta aduladora. Y hay también una lección tardía pero no menos interesante. Luego de la muerte de Evita, Perón quiso volver al proyecto original, “achicar” a la difunta, y sugirió que el Descamisado debía tener un rostro parecido al suyo.
No hay duda de que las mujeres aman más y mejor que los hombres.