Llegué a un libro de filosofía política interesado en cuestiones que, de un modo lateral, tocan también a la literatura. Ocurre que El pensamiento político posfundacional. La diferencia política en Nancy, Lefort, Badiou y Laclau, de Oliver Marchart, publicado por Fondo de Cultura Económica, gira en torno a la distinción entre “la política” y “lo político”. Mientras el primer concepto alude a las prácticas reales del sistema (partidos, elecciones, acciones, etc.), la segunda noción remite a una dimensión netamente filosófica, que linda con lo ontológico, con el fundamento mismo de lo social (que en verdad, es entendido justamente como una crítica a la idea de ontología última). Lo político va más allá de la política, y en esa distinción, que aparece por primera vez en Carl Schmitt, se cuela la posibilidad de repensar el sentido de la historia, es decir, su carácter contingente. Escribe Marchart: “El debilitamiento ontológico del fundamento no conduce al supuesto de la ausencia total de todos los fundamentos, pero sí a suponer la imposibilidad de fundamento último, lo cual es algo enteramente distinto, pues implica la creciente conciencia, por un lado, de la contingencia y, por el otro, de lo político como el momento de un fundar parcial, y en definitiva, siempre fallido”.
La idea de un fundar parcial y siempre fallido no me es ajena (al contrario: me es cercana como pocas cosas), y mientras leía el libro de Marchart, me preguntaba si es posible llevar a cabo una traducción, algún tipo de apropiación de esos términos en clave literaria. Así como existe la distinción entre la política y lo político, ¿es posible diferenciar la literatura de lo literario? ¿La literatura sería entonces lo propio del sistema? (libros publicados, textos, premios, etc.). Y lo literario, ¿qué sería? O mejor dicho: ¿hay algo literario que pueda encontrarse fuera de la literatura? Es una pregunta que me viene dando vueltas hace cierto tiempo, y sobre la cual en general no logro avanzar, producto, quizás, de la disconformidad que me causan las respuestas apresuradas y triviales que muchas veces se le da al tema. Por ejemplo, una de las fórmulas más repetidas supone que en las series de televisión de los últimos años (Lost, Dr. House, Los Soprano, etc.) habría algo del orden de lo literario, es decir, un tipo de ficción radical, de escritura crítica, innovadora.
Concebir de ese modo a esas series conlleva, al menos, dos equívocos. Uno, menor, es un cierto desconocimiento de la historia de la televisión norteamericana: no hay en esos productos una complejidad narrativa mayor que la de otras series –como muchas de los 90, e incluso anteriores como Twin Peaks– y en cambio lo que hay, en especial en Lost, son elementos decorativos, ornamentales (como ponerles a los personajes nombres de filósofos, o incorporar citas fácilmente reconocibles) pero que no tocan nada sustancial. Pero el equívoco mayor reside en la valoración de los guiones. Es evidente que el éxito de esas series, como de las dos grandes sitcom de los 90 (Seinfeld y Mad about you) son sus extraordinarios guiones. Los guiones de las series de televisión norteamericanas de las últimas dos décadas son impecables, perfectos, de una eficiencia total, un incomparable mecanismo de relojería. De eso no cabe duda y por eso nos gusta tanto verlas.
Pero ocurre que si a algo se opone lo literario, es a todo eso. Si lo político supone un fundar fallido, incompleto, vacilante, pues lo literario también: del lado de lo literario (que necesariamente debe incluir a la más aguda tradición de la novela actual, pero que va más allá de los libros) hay una búsqueda no por lograr un mecanismo de relojería, sino al revés: por desmontar sus piezas. Por hacer tartamudear a la sintaxis, por cuestionar la idea de eficiencia como valor central, por pensar lo formal bajo la idea de lo informe, lo deforme: la parte del sentido que nunca se deja atrapar.