Si en las elecciones presidenciales de hoy, Lula consigue imponer a su candidata Dilma Rousseff, habrá demostrado que un modelo económico, casi en las antípodas del modelo K, puede resultar políticamente más exitoso.
Sin exagerar demasiado, la política macroeconómica y sectorial brasileña de estos años ha sido muy diferente a la intentada desde estas tierras.
Brasil instrumentó una política monetaria y cambiaria “recontraortodoxa”. Se priorizaron la estabilidad de precios y la baja inflación, aun a costa de una tasa de interés real fuertemente positiva, de una pérdida de competitividad cambiaria compensada con el efecto “cantidades” y una economía más abierta a la importación de bienes de capital e insumos.
Desde la “micro”, la política económica brasileña mantuvo la intervención oficial lejos del sistema de precios, permitiendo que los relativos de la energía, los alimentos y los servicios se movieran de acuerdo con sus tendencias naturales, pese a ser también Brasil, como la Argentina, un fuerte exportador agropecuario.
Es en ese sentido que la política económica brasileña se diferencia, sin dudas, de la local.
Un Banco Central ultraortodoxo privilegiando la baja inflación, manteniendo una muy elevada tasa de interés real –y alentando, como consecuencia, el crecimiento del mercado de capitales en moneda local– contra un Banco Central argentino “heterodoxo” que financia al Gobierno con emisión, que impulsa una elevada tasa de inflación –casi el quíntuple de la brasileña– y que incentiva una tasa de interés real fuertemente negativa –es decir, que desalienta el desarrollo del ahorro y, por lo tanto, del crédito en pesos.
En Brasil, rige un sistema impositivo y regulatorio en el que los alimentos, la energía, y el resto de los precios “valen lo que tienen que valer”, y en donde no predominan restricciones cuantitativas a las exportaciones e importaciones. Se contrapone al sistema argentino, donde los precios de la energía y el transporte son fuertemente subsidiados –desalentando su producción y su uso racional– mientras existen diversos mecanismos para alejar a otros precios de su valor de mercado, como retenciones, controles, prohibiciones de exportar e importar, etc.
Lo paradójico es que una política monetaria y cambiaria ultraortodoxa y una política de precios “neoliberal”, tienen como resultado un presidente que puede designar, de alguna manera, a su heredera –si las encuestas se confirman– y que deja la presidencia con el 80% de popularidad. En cambio, por ahora, un Banco Central “pro producción y empleo” y una política de precios con “controles y restricciones a favor del pueblo” no les permite a los Kirchner romper un techo relativamente bajo de popularidad y los obliga a recurrir a medidas cada vez más extremas para intentar esconder la realidad, dado que no se sienten en condiciones para cambiarla.
Puede ser que lo arriba descripto responda a un enfoque demasiado economicista, lo admito, y que la realidad sea que Lula ha sido exitoso “a pesar” de su política económica. De la misma manera que la economía argentina crece “a pesar” de los K.
Sin embargo, sería sorprendente que la popularidad de Lula no se vinculara con el buen momento económico brasileño.
Y eso me lleva a recordar lo “popular” que resulta en un país no recurrir al impuesto inflacionario, que pagan los pobres, para financiar gasto público destinado a ricos y famosos y la importancia que implica tener un sistema de gasto social relativamente bien diseñado y focalizado.
En materia macroeconómica, Lula ha sido un claro ejemplo de éxito “a contra mano” de los K.
El “progresismo heterodoxo argentino” se ha beneficiado fuertemente de la “ortodoxia monetaria, cambiaria y regulatoria brasileña”. Si la economía brasileña no demandara autos y otros productos locales y el Real no se hubiera revaluado contra el dólar y el peso argentino, la expansión inflacionaria local no hubiera sido posible, y la suba de costos en dólares aquí, sería hoy intolerable.
En ese sentido, lo mejor que nos puede pasar es que las elecciones brasileñas, más allá de las personas, las gane la continuidad del “neoliberalismo monetario y cambiario” de Lula.
Por el contrario, una modificación en la política cambiaria brasileña implicaría un desafío desproporcionado para la macro K.