Los otros días, al subir a un avión argentino en Aeroparque la azafata puso en mis manos un periódico. No me dio a elegir entre La Nación y Página/12, o entre Clarín y Tiempo Argentino. En la aerolínea estatal argentina sólo se puede leer el periódico único obligatorio. Esa hojita informaba que un grupo de artistas e intelectuales apoya a Martín Sabatella como candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires y a Cristina Fernández de Kirchner como candidata a presidenta de la Nación. En el listado, aparecen Ernesto Laclau (Londres), Juan Gelman (Ciudad de México) y Federico Luppi (Madrid), vigorosamente comprometidos con la cotidianidad bonaerense.
Intelectuales y compromiso político, progresistas y sus opciones: la noche del lunes 22 de febrero, mientras la represión del coronel Muammar Kadafi en Libia asesinaba a centenares de opositores, manifestantes agolpados frente al Carnegie Hall de Nueva York protestaban por un concierto que estaba por ofrecer la Orquesta Filarmónica de Israel. Proclamados simpatizantes del pueblo palestino, censuraban las políticas israelíes, la misma semana en que una sanguinaria satrapía árabe y explícitamente denominada islámica, defendía con ametralladoras la permanencia de 42 años en el poder de un tirano, un “militante”, como lo calificó –enternecida– en 2008 la propia Cristina Kirchner, un compañero.
La Filarmónica de Israel nació en 1936, fundada por el violinista judío polaco Bronislaw Huberman como Orquesta Palestina. En el concierto de su debut en Tel Aviv fue dirigida por Arturo Toscanini. Mucho antes de Daniel Barenboim, la Filarmónica de Israel inició giras por tierras árabes en la década de 1940, ofreciendo conciertos en Egipto y en el desierto occidental donde convergen ese país, Libia y Sudán. A esa orquesta escrachaban los militantes anti israelíes esa gélida noche neoyorquina en el Carnegie Hall, cuando estaba caliente la sangre de los árabes exterminados por sus propias y letales oligarquías.
¿Cuánta gente ha sido asesinada en las últimas dos o tres semanas en Túnez, Egipto, Libia, Bahrein, Argelia, Marruecos y Yemen? ¿Quiénes son los verdugos de esos pueblos árabes, hartos de corrupción, nepotismo, atraso y arbitrariedad? ¿Dónde está la protesta de los intelectuales progresistas, los escraches a las embajadas árabes, los boicots?
Por estos mismos días, el 20 de febrero, el novelista británico Ian McEwan viajó a recibir el premio Jerusalén, apreciadísimo galardón instituido en 1993 por el Estado judío para honrar cada dos años a escritores preocupados por la libertad individual en la sociedad, ya concedido a Ernesto Sabato, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Bertrand Russell, Simone de Beauvoir, J.M. Coetzee, Isaiah Berlin, Arthur Miller, Susan Sontag, Jorge Semprún, Milan Kundera, Graham Greene y Eugène Ionesco, entre otros. Para McEwan, “la calidad de cualquier premio sólo puede ser juzgada en el marco de la totalidad de quienes lo han recibido. La lista de quienes han recibido el premio Jerusalén no tiene paralelo en el mundo”.
McEwan (Primer amor, últimos ritos, Entre las sábanas, El inocente, Los perros negros, En las nubes, Amsterdam, Amor perdurable, El placer del viajero, Expiación, Sábado) admitió que desde que aceptó la invitación a viajar a Jerusalén no puede vivir en paz. “Muchos grupos e individuos, en diferentes términos y en variados grados de civilidad, me han urgido a que no acepte este premio”, reveló.
Para quienes odian a Israel, recibir un premio israelí tiene consecuencias políticas inevitables. Para McEwan, sin embargo, “cuando la política entra en cada rincón de la existencia es porque algo profundamente malo ha sucedido”. Acostumbrada desde siempre al debate abierto y a la más absoluta libertad de expresión, la sociedad israelí se anotició de las durísimas palabras posteriores de McEwan.
Aun admitiendo la libertad de pensamiento y la preciosa tradición de democracia de ideas, criticó implacablemente a Israel por la muerte de civiles en la guerra de Gaza de 2008, la conversión de ese territorio en “campo de prisioneros”, el “tsunami de hormigón armado a lo largo de los territorios ocupados”, los permanentes desalojos y demoliciones, así como incesantes compras de viviendas palestinas en Jerusalén Este y la negativa de darles derecho a retornar a los árabes que se fueron de Israel.
Pero McEwan no dijo sólo eso. Además, recordó que la carta fundacional del grupo palestino Hamas, que gobierna Gaza, avala la tóxica falsedad de los antisemitas Protocolos de los Sabios de Sión, apoya al terrorismo suicida, el lanzamiento de cohetes disparados ciegamente contra ciudades israelíes y la política de exterminar a Israel, al que calificó como “una valiosa democracia, amenazada por vecinos hostiles, alguno de los cuales (Irán) incluso proponen su desaparición y pronto poseerán armas nucleares”.
Puede compartirse todo, algo o nada de lo dicho por McEwan en esa ejemplar ceremonia, pero lo importante es su reconocimiento de las energías creativas del país que lo homenajea y acepta sus críticas. Castigado por el fascismo de izquierda (el más grave fascismo actual), el escritor defiende su derecho al libre juicio, su soberana decisión de admirar la imponente diversidad editorial de Israel, donde se traduce y publica todo, la cantidad de solicitudes exitosas de patentes (“asombrosa para un pequeño país”), monografías científicas citadas en el mundo, descubrimientos en la tecnología de la energía solar y conciertos del Cuarteto Jerusalén, que agota localidades en todo el mundo.
Pero mientras McEwan, admirador y crítico duro de Israel, hablaba en Jerusalén, las interminables dictaduras árabes seguían masacrando impunemente a sus propios pueblos y los conciertos de la Filarmónica de Israel eran escrachados en ciudades norteamericanas.
En la Argentina, entretanto, intelectuales comprometidos y militantes crispados proliferan y firman solicitadas junto a otras bellas almas, sufrientes, solidarias y –claro– pragmáticas.