COLUMNISTAS
La Argentina y la crisis cultural

Fábrica de exotismos autoritarios

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Hemos leído demasiadas veces que las crisis, como contrapartida a las tragedias que inevitablemente conllevan, ofrecen oportunidades que ningún país que aspire a la prosperidad debería desaprovechar. Sería bueno que nos hiciéramos definitivamente a la idea de que ni a la Argentina le hacen bien las crisis ni tampoco ha sabido obtener como efecto secundario de esa terapia indeseada beneficio alguno. Y es razonable: como país condenado a ser un Estado fallido, una república en el terreno proclamativo y una democracia que cada día resulta menos palpable, Argentina ha aprendido a vivir con la crisis como estado permanente. Pero, ¿cuál es esa crisis? Precisamente la que nos obliga a pensar que las únicas crisis importantes son las económicas.
Este economicismo –éticamente similar al que practican los ultraliberales frente a las violaciones a los derechos humanos en China, y al que practicaban los pinochetistas cuando hacían la vista gorda ante los horrores de la dictadura militar chilena– nos ha hecho esclavos de una imagen que, de tanto deformar, no logramos ver en su real dimensión.
En efecto, ¿qué posibilidades reales tiene la nación de achicar la brecha entre las individualidades que idolatramos como a falsos brillantes y la envilecida sociedad que intenta hacerles honor? ¿Hasta cuándo repetiremos que el argentino es un pueblo honorable, democrático y honesto víctima de los gobernantes ineficientes y autoritarios que le tocan en suerte? ¿Cuánto más hace falta no ya para que no seamos una república sino para, directamente, borrar con el codo la legitimidad de origen que ha de nacer en cada elección y que trae como consecuencia una legitimidad de ejercicio cuyo significado hemos olvidado?
Cuando descubramos que el kirchnerismo es un síntoma del peronismo, que es hijo del populismo, que es un síntoma del resentimiento, que es hijo de la oligarquía antiliberal, que es un síntoma del militarismo, ¿se reirá el mundo de los discursos conspiradores que los líderes de Estado lanzan desde una tierra que se creyó providencial y terminó aislada?
¿Hasta cuándo la tragedia de la AMIA, con su inconmensurable cuota de dolor, nos dividirá para que desde la cima del poder se diga con frívola liviandad que la masacre ha venido para sembrar divisiones que no deberíamos tener, pues lo que tanto daño produjo no fue más que una confusión entre crímenes contra conciudadanos que la Presidenta ha venido a reinterpretar como “una telaraña de intereses externos”?
¿Con qué autoridad moral hemos de reclamar lo que reclamamos como Estado a la administración  globalmente más popular que los estadounidenses han elegido en décadas? ¿Es lógico que una relación inexistente se “tense más” porque este gobierno demoniza a un peligroso espía al que usó durante años como aliado?
¿No hay en esta sociedad un señalamiento lo suficientemente claro contra los que difaman a ex fiscales luego de su muerte, no piden perdón tras una evitable tragedia que arrojó decenas de muertos y jamás admiten responsabilidad política, al menos por omisión?
¿Hasta cuándo los ciudadanos como Oscar Martínez serán voces ejemplares pero solitarias que deberán congratularse por tener el derecho de hablar bajo la condición de ser vilipendiadas? Y el coro de seguidores falangistas, ¿seguirá celebrando con histérico entusiasmo el hundimiento nacional? ¿Demandará cínicamente prisión para los ladrones como una manera de encubrir a los mafiosos? ¿Cuánto tiempo más tendremos que ser injuriados semánticamente por exigir elecciones limpias? ¿Es este pedido un reclamo reaccionario contra el progresismo más resplandeciente de la región?
De nuevo, no hay respuestas satisfactorias para estas preguntas. Y, de nuevo, el kirchnerismo no es más que un síntoma. Pero cuando amanezcamos y abandonemos el economicismo que nos agobia quizá entendamos que nuestro sistema democrático no agoniza. Tan sólo ha muerto.

*Periodista cultural.

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