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Apuntes en viaje

Fábulas submarinas

Los turistas en la embarcación estaban sumamente conmovidos por la inocencia torpe de estos animales y se agolpaban en un sector de la borda para tomarse fotos y filmar.

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Los turistas en la embarcación estaban sumamente conmovidos por la inocencia torpe de estos animales y se agolpaban en un sector de la borda para tomarse fotos y filmar. | Marta Toledo

En el último tiempo, más de una vez me pregunté si me animaría a hacer un viaje experimental en submarino. Y me contesté que en realidad imaginar un viaje en submarino es el colmo de lo irrepresentable, ya que a diferencia de lo que sucede con aviones, que surcan el cielo de la ciudad y caen cada tanto, muy pocas personas tuvieron enfrente un submarino. De modo que viajar o no viajar en submarino ni siquiera llega a ser una pregunta legítima. Si no fuera por la relevancia que el naufragio del ARA San Juan tomó durante este último año, habría pasado mucho tiempo más, quizás una década, sin que la existencia de un submarino se cruzara en mi presente como un factor de experiencia. Es casi un vehículo de fábula, tan intangible como una nave espacial, que en mi conciencia quedó ligado a Julio Verne y a sus Veinte mil leguas de viaje submarino. De hecho, me resulta enigmática su supervivencia en el presente como prototipo bélico, aunque sin duda alguna función de espionaje debe cumplir.

Haciendo memoria, recordé el testimonio de un amigo de mi padre, allá por los noventa, que tenía el extraño oficio de mecánico de submarinos en un astillero de Santa Fe, y alguna vez había comentado que, gracias a Perón, Argentina tenía una de las flotas de submarinos “convencionales” –tal vez esto pueda leerse como “vintage”– más valiosa del mundo. Este amigo había tenido un par de inmersiones en submarinos cuando se capacitaba en Europa, y había resumido su experiencia de un modo llamativo: nada de asfixia, sino sensación de languidez y sueño al descender; luego, un poco de júbilo, como si hubiera fumado marihuana, y finalmente una sensación vertiginosa de hiperconciencia frente a la naturaleza, como la que vive un buzo, pese a que en el interior del submarino, a través de las pequeñas escotillas, la visión fuera reducida o borrosa. Esa sensación de hiperconciencia, creo, proviene de algo que para quien bucea por primera vez es común: el mundo submarino es inverosímil y a la vez, en su mecánica y en su estética, netamente perfecto y prehistórico. Quizá ningún hábitat sea tan profundamente real y haya permanecido inmutable durante tantos miles de años, a salvo del hombre.

 Una década atrás, en Puerto Pirámides, Península de Valdés, me pregunté justamente, en medio de una excursión marítima, por qué las ballenas no se ponían a salvo del hombre. Rodeaban las embarcaciones, jugueteando y lanzando agua. Sus lomos al emerger parecían corazas de submarinos. Los turistas en la embarcación estaban sumamente conmovidos por la inocencia torpe de estos animales y se agolpaban en un sector de la borda para tomarse fotos y filmar. Recuerdo que yo permanecí indiferente, como si el lomo de la ballena fuera en efecto la coraza inverosímil de un submarino. Ante mi falta de empatía, me pregunté qué había de conmovedor en la cercanía de un cetáceo, en qué consistía el espectáculo. Tal vez la conmoción general más bien proviniera de tener un trozo fabuloso de prehistoria enfrente, aunque más de uno viera en realidad a dobles de riesgo de Willy. Las primeras ballenas, hace cuarenta y cinco millones de años, vivían en la orilla, se apareaban y daban a luz en la orilla, y entraban al mar a alimentarse. Tenían un comportamiento parecido al de un morsa. Detenerme a contemplarlas habría sido en realidad un acto desalienante, como viajar en submarino para aquel amigo de mi padre.

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