Desde hace tiempo advierto mi despreocupación por leer las columnas de los analistas políticos. Mientras los tiempos de la realidad argentina se vuelven más críticos y apasionantes, los textos que la describirían y explicarían se vuelven cada día más distantes de mi interés.
Como no tengo estancia y no temo el arribo del comunismo (la profecía apocalíptica es una forma clásica del estremecimiento, la amenaza del acontecimiento que no se produce), mi ajenidad no se explica por el movimiento de fuga ni por el deseo de esconder cabeza en tierra por temor a que la catástrofe me caiga encima como un bólido.
Al contrario, siempre quiero saber cómo se soluciona todo. En términos de economía personal, horadada por la inflación, me preocupa averiguar si con los ahorros que no tengo compro acciones, dólares, bonos o ladrillos. Y en términos puramente políticos, me desvelan los temas del republicanismo, la representatividad, el funcionamiento de la política como forma articulada.
Busco entre la maraña de lo real el rumbo de los vientos de la historia. Sin embargo, en la explicación de los expertos ya no encuentro nada. Quizá se trate de algo intrínseco al mecanismo de toda didáctica.
El análisis político se presenta como un cliché de estilo donde la elucidación de las complejidades es solamente un problema expositivo. El analista político “ha comprendido” la realidad, de un golpe y de antemano, y procede a exponerla en un proceso magistral.
Pero eso es, por supuesto, una falacia, porque las maneras del saber son móviles y cambiantes, el saber es una construcción y una apropiación, y el pensamiento un proceso. El problema del análisis político entonces es que funciona como un antónimo de la inteligencia, y eso se nota en la escritura de esas notas: la solución es el problema. Así, cada firma es un estilo coagulado, un artista que ya alcanzó su límite.