COLUMNISTAS
Privilegios de la clase politica

Falta de confianza y credibilidad

En muchos lugares del mundo la mayoría de la gente piensa que los políticos gozan de privilegios especiales. Eso no ocurría en Inglaterra, pero ahora ha cambiado. El caso inglés ha contribuido notablemente a la imagen de una clase de políticos profesionales que conforman una corporación que disfruta de beneficios indebidos. No solamente este caso ha igualado a Inglaterra con otros países, sino que además ha reforzado esas creencias en países donde ya existían.

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En muchos lugares del mundo la mayoría de la gente piensa que los políticos gozan de privilegios especiales. Eso no ocurría en Inglaterra, pero ahora ha cambiado. El caso inglés ha contribuido notablemente a la imagen de una clase de políticos profesionales que conforman una corporación que disfruta de beneficios indebidos. No solamente este caso ha igualado a Inglaterra con otros países, sino que además ha reforzado esas creencias en países donde ya existían.


Nada de esto es nuevo en la Argentina. Hace años que en la población anida la idea de que la corporación política no es transparente y no merece confianza. Se piensa que aquí sucede lo que ahora sabemos que también sucedía en Inglaterra: dirigentes que aprovechan sus posiciones legislativas –o eventualmente ejecutivas– para obtener prebendas y prebenditas, financiarse gastos privados, usufructuar en forma privada de bienes de las instituciones a las que pertenecen, todo ello a costa del contribuyente. Esa creencia llevó al desprestigio de la dirigencia política, de los partidos y de las instituciones representativas.

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La teoría política dispone de conjeturas y explicaciones al respecto. Claro, son de escaso consuelo para el ciudadano común; pero al menos sirven para no caer en algunos puntos de vista que no son conducentes. La línea que en esa dirección ha resultado más fructífera es la que en el último medio siglo adoptó el nombre de “elección pública” (public choice). Sostiene que está en la naturaleza de la vida social que cada ser humano busque maximizar provecho en beneficio propio aun cuando además contribuya a maximizar el provecho colectivo. La respuesta al problema no sería encontrar personas más probas que el promedio sino crear un sistema de incentivos adecuados, empezando por retribuir adecuadamente en el Estado el trabajo de cada uno, aumentando la transparencia y los controles efectivos sobre cada función y –no menor– evitando la plétora de empleados cuyo empleo no está justificado por necesidades funcionales. Aun así, según esa teoría, el problema es inevitable. En otras palabras, el diagnóstico es fuerte, las soluciones lo son menos.


En nuestros días el ciudadano común, aquí y en muchas partes del mundo, tiende a pensar que el problema no tiene solución y que lo mejor sería prescindir de los políticos. Como a casi nadie se le pasa por la cabeza que sea posible prescindir del gobierno, la idea se aplica particularmente al poder Legislativo. De ahí a que cuando hay que elegir legisladores el voto sea “testimonial” no hay más que un paso: se vota a alguien para emitir un mensaje simbólico, no para que realmente se convierta en diputado o concejal. En una provincia argentina, hace pocos años, un partido decidió no presentar candidatos legislativos porque, cuando eran electos, “el sistema se los tragaba”, se comportaban igual que los elegidos por otros partidos y finalmente los votantes decían que quedaba demostrado que eran iguales a todos los demás.


En última instancia, hay gente que termina pensando que la política debería dejar de ser, como es, una profesión, una carrera, y convertirse en una actividad voluntaria, no remunerada y de corta duración. Creen que eso mejoraría las cosas. Comparto el punto de vista opuesto: nada aseguraría que “la máquina” no exista y se trague aun a los voluntarios; y, encima, esos políticos serían aun más inexpertos e improvisados que muchos de los actuales, con lo cual las decisiones públicas seguramente serían de peor calidad.
Con buen criterio, nuestro orden jurídico concibió la retribución del trabajo del político y la compensación por los gastos operativos que éste demanda –“desarraigo”, viáticos, y demás–. La idea fue siempre que, de otra manera, la política estaría reservada a las personas muy ricas y ociosas, en desmedro de su capacidad representativa.


No existe ninguna solución, pero existen vías para mejorar las cosas y disminuir los problemas. Lo primero es extremar los mecanismos de control y la auditoría de la gestión de cada legislador, cada empleado de cada legislador y cada funcionario público. Nada asegurará que eso funcione a la perfección, pero es más posible que funcione si existe que si no existe. Además, los políticos deberían hacer un esfuerzo de conciencia. Con frecuencia no lo hacen, se fastidian cuando se les pide rendición de cuentas o que se sometan a controles y auditorías, y a veces hasta se niegan manifiestamente a aceptarlo. Finalmente, la contabilidad debería ser absolutamente transparente. Es claro que no lo es y, como vemos, no solamente en la Argentina. Pero debería serlo.

*Sociólogo.