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Farándula prestada

Los viajes a países remotos son difíciles; uno come raro, escucha sonidos en vez de palabras, ve calles afichadas de políticos sobre los que no piensa nada. Pero los viajes a países menos remotos pueden ser aun más arduos: ¡Ah, querida Banda Oriental! Tan cerca que parece casa, tan otro que se me hace siniestro.

Rafaelspregelburd150
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Los viajes a países remotos son difíciles; uno come raro, escucha sonidos en vez de palabras, ve calles afichadas de políticos sobre los que no piensa nada. Pero los viajes a países menos remotos pueden ser aun más arduos: ¡Ah, querida Banda Oriental! Tan cerca que parece casa, tan otro que se me hace siniestro.
Es un verano movido. Estoy de gira en Montevideo, que, para bien o para mal, no cambia mucho. Yo creo que no se ve una grúa desde 1950. Lo cual tiene su encanto.
Los carteles de la terminal apuestan a un eslogan difícil: “Bienvenidos a un país”. Amigos uruguayos me explican que la campaña trata de contradecir un “sentimiento generalizado”: el de ser “paisito” y no país. Allá ellos con sus categorías dimensionales. Yo, de todos modos, disto mucho de creer en eso de “sentimientos generalizados”.
Todos los críticos de teatro son doce, parece, y están peleados. Así es que no hay conferencia de prensa con todos, sino que paso días respondiendo doce entrevistas separadas (más o menos las mismas preguntas). Trato de dar respuestas variopintas para justificar esta multiplicación absurda, pero en mitad de la faena empieza a interesarme poco lo que tengo para decir y empiezo más bien a fascinarme por ese espejismo deformante que reluce en Uruguay: ¿qué creen los uruguayos que son los argentinos?
La clave es sencilla, y cualquiera puede deducirla. Argentina tiene en Uruguay dos sucursales que operan como símbolos en el imaginario colectivo. Una es Punta del Este. Yo no he estado allí, pero a juzgar por los autos que bajan del Buquebus en el cambio de quincena, más Alfonso Prat-Gay (que está en el ferry), más un tipo que luce una remera con una esvástica, es evidente que Punta puede representar algo, sí, pero ese algo tiene poco que ver con lo que yo sé de la Argentina.
El segundo bastión de ese inquietante “nosotros” es la televisión. Imaginen un país cuya ficción es toda prestada. (Bueno, no hace falta hacer mucho esfuerzo: es como cuando un argentino se acostumbra a ver Sony Channel, donde las ficciones son neoyorquinas y las relaciones, subtituladas.) Pues bien: Uruguay casi no tiene televisión, y –en tanto hay poco espacio– carece de farándula propia. Y sin embargo esto, que podría ser una charrúa bendición, acaece como pesadilla: el vacío se llena por ósmosis con la televisión inmediatamente vecina, la nuestra. Una cosa es ver las tribulaciones y neurosis de Julio Chávez, que –en tanto ficción– bien podría provenir de Holanda o de Villa Crespo. Pero otra cosa es importar noticieros empresariales, farándula opa, policiales escabrosos, todas cosas fraguadas por gente que habita otra realidad, el “país” de al lado. Claro, los uruguayos ven eso y después afirman que nos conocen. Yo, que en mi casa no sé mirar televisión (literalmente: no sé ni cómo se usa el decodificador que me dejaron y tengo tres controles remotos excesivamente mixtos), ahora miro tevé argentina en mi hotel montevideano. De pronto se descorre una nieblita que no me dejaba ver bien, y aparece ante mis ojos la margen derecha del Plata. Conozco de golpe a ese Fort. Me entero de que el baterista de Callejeros quemó el 60% de su mujer. Escucho que Cobos acusa a Lilita de “oportunista y especulativa”, y sin darme tiempo a pensar la rica paradoja, ella le retruca que él es “funcional al kirchnerismo”. Todo esto se me presenta como real y –en tanto ocurre al lado– hoy es todavía más real.
Súbitamente, lo comprendo todo: la Argentina es un invento codificado y embalado por empresas de entretenimiento uruguayas, líderes en lo suyo. Líderes en fabricar ficción remota.