Tropezaré con la mediocridad de la repetición para comenzar este desvarío con una frase para nada original, dibujada hasta en la sopa de letras que sirven en los comedores infantiles: detesto las fiestas. Agrego: me asquea fin de año. Sumo: diciembre en CABA es un maremoto. Estoy de pésimo humor y sin incentivo para escribir, pero como me pagan para completar la página (reconozco que me vi tentado a esbozar algún gesto que podríamos rotular de “vanguardista” y dejarla en blanco, pero como no creo que en la actualidad exista algo cercano a la vanguardia, opté por lo que sigue), allá voy.
Por los pasillos interiores de mi existencia un tembladeral metafísico me empuja hacia otro plano, para convertirme así en una unidad atomizada: escribo, leo, nado, nado mucho de hecho, todos los días una hora, celebro la milanesa con papas, toco el piano, desprecio mi educación católica inicial, reniego de ella, hago trabajos de edición por encargo, hago terapia, hago, hago; tomo helados con mis hijos, ando en bici (mucho también), me deprimo, viajo, me encierro.
El tomógrafo psíquico que adquirí en Mercado Libre no puede diagnosticar con precisión mi malestar. El síntoma es claro: la melancolía; el remedio errado: la sonrisa boba (en una escena de Annie Hall, luego de ir al cine para trenzarse en la cola con Marshall McLuhan, Alvy Singer, es decir Woody Allen, cruza la calle cavilando como buen neurótico: la vida es una mierda, blablablá… De frente, una pareja de neoyorquinos fabricados en el stud de Ricardo Fort: rubios, hermosos, atléticos y… sonrientes. ¡Claro!, piensa Alvy: la vida es bella si se es idiota y no se piensa). Vuelvo: el desprendimiento de (mal)humor al que someto mi ánimo chatarra flota de manera expansiva, regido por leyes oscuras –las mismas leyes que oscurecen la naturaleza– que no aceptan el control humano, y no logro detenerlo. El sistema circular de recuerdos es el único elemento que considero fijo, como si los vaivenes maníaco-depresivos manifestaran una doble ruina; la cabeza como sala de máquinas a la que se le han trabado los engranajes y está a punto de colapsar. Esperemos que el desenlace actúe contra el nudo. Veremos.
(Ufa: el contador del Word me explica de manera solapada que todavía restan 1.136 caracteres con espacios para completar mi texto. Tendré que inventar algo, y rápido.)
Mi amigo NB me escribe por WhatsApp: “Dejá todo y tomate vacaciones. Te las merecés, las necesitás”. Debo entonces responderle lo que a continuación expreso. No concibo vacacionar en enero. Jamás lo hice, nunca lo haré. Lo sabemos de memoria: los vuelos al exterior se disparan; viajar dentro del país en ese lapso puede resultar tortuoso (ciudades atestadas de gente; mucho calor; rutas colmadas; restoranes sobreocupados; y, otra vez: el sector turístico aprovechándose de los visitantes, los precios por las nubes). Pronto, muy pronto espero, olvidaré los días difíciles como el de hoy, las fiestas habrán quedado atrás, y también ignoraré este texto rengo que compartí en este espacio, no sin antes dejar salir del corral una frase que siempre dibuja en mí una sonrisa, potestad del colosal Kimitake Hiraota, más conocido como Yukio Mishima (1945-1970): “Quiero sentarme en unos muebles rococó, vestido con unos Levi’s y una camisa hawaiana: ese estilo de vida es mi ideal”.