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Apuntes en viaje

Fichas y fichines

Recalábamos en balnearios pequeños, como La Pedrera o La Paloma, donde los clubes sociales con sus mesas de ping pong me salvaban del aburrimiento.

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Fichas y fichines. | toledo

Varias veces estuve en Punta del Este de paso. Hoy en día podría decir que, pese a ser un balneario construido por argentinos, no se emparienta en nada con una ciudad argentina. Sin turistas, incluso podría apreciarse como una urbe calma y confortable que conserva, en sus distintas capas históricas y en su topografía privilegiada, características arquitectónicas finas. En los chalets de los años 50 y 60 construidos en serie por el arquitecto Mauricio Litman, antes de que llegaran las torres, puede observarse un modo de vacacionar y una estética modernista que contrastan con el minimalismo vidriado de las casas de veraneo actuales.

En mi adolescencia, una vez mi padre consiguió prestado un departamento por 15 días en Punta del Este y celebró con bombos y platillos el golpe de suerte: por fin su hermano había tenido el gesto de generosidad que le había negado durante años. Corría el primer gobierno de Menem. Partimos a mitad de febrero en un auto destartalado que milagrosamente cruzó la frontera de Fray Bentos. Recuerdo que al principio fueron vacaciones solitarias en un ámbito extraño y empecé a deprimirme, fantasear con escaparme y volver a Argentina. Ibamos poco a la playa, llovía, mi padre dormía hasta tarde, y el balneario me resultaba contradictorio, como si fuera una ciudad pequeña y ampulosa con un mar adosado. Había en los veraneantes un ímpetu festivo incómodo. La topografía privilegiada de Punta del Este me resultaba insulsa, y los chalets planificados por Mauricio Litman, obras opacas que no respondían a un ideal de belleza sino al confort pequeñoburgués de la familia típica.

Ante el tedio, no me quedó otra opción que salir a caminar –un poco como en los viajes de mochilero que vendrían después– y jugar a los fichines en la avenida Gorlero, en busca de algún amigo. Años antes, en nuestras esporádicas visitas a Uruguay, recalábamos en balnearios pequeños, como La Pedrera o La Paloma, donde los clubes sociales con sus mesas de ping pong me salvaban del aburrimiento y me permitían, a la vez, cultivar cómplices.

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En Punta del Este no existía tal posibilidad. Nadie hablaba con extraños en esa especie de club social ad hoc que eran los fichines y no había forma de paliar la angustia de estar lejos de casa, o mejor dicho, la angustia de no saber dónde estaba. La ciudad me parecía hostil, repleta de nuevos ricos del menemismo entre los que me sentía un intruso. La pregunta “qué hago acá” retumbaba en mi cabeza cada vez que me levantaba a la mañana, abría la heladera y encontraba un pan lactal arrugado. Hasta que un día, en una de nuestras pocas visitas a la playa, a orillas del mar, me hice una amiga brasileña que había venido de vacaciones sola con su madre y flotaba en el mismo aburrimiento. No recuerdo su cara ni su nombre, pero sí su voz comprensiva y tersa, y una frase tempranamente aleccionadora –frase que siempre volvió a mi cabeza pero que hasta este momento en el que escribo no supe de dónde venía–, pronunciada a orillas del mar días más tarde: “El beso no se pide, se da”.

Las vacaciones más solitarias de mi vida se transformaron, por una semana, en vacaciones de ensueño, hasta que mi amiga se volvió a Porto Alegre. Quise refugiarme en los fichines, pero al pasar por enfrente, de golpe me sentí grande para eso y seguí de largo hacia la playa. Punta del Este ya se había transformado, y cada vez que salía a caminar sentía que era un intruso pero ya no un extranjero.