No me atrevo a hablar de la actualidad política porque mi poder predictivo me da miedo. La semana pasada escribí sobre los riesgos que involucraba la sucesión presidencial y, al instante, Aimé se estaba bajando de la moto para ajustar sus cachas al sillón de Rivadavia, y todos estamos con una vela prendida por la salud de la señora Kirchner, incluso en este remoto rincón de Brasil en el que me encuentro.
Estoy, desde hace meses, haciendo una investigación sobre fiestas populares que comenzó en Amaicha del Valle, Tucumán, con la Pachamama, en agosto, y siguió en General Rodríguez con mi propio cumpleaños. Este mes me tocan las paradas gay de Brasil (el domingo pasado se hicieron las paseatas de Cabo Frío y de Niterói, donde hubo más gente que la que nunca se vio en Buenos Aires, y un par de muertos; mañana es la de Copacabana, que va a multiplicar por mil la asistencia, las carrozas, las locas, las tarifas hoteleras).
Después me correré hasta San Francisco, California (aclaro para la AFIP que ningún pasaje fue pagado con dinero mío, es decir de la patria o del pueblo), para registrar Halloween, y a México, para la inauguración de los altares del Niterói.
En Buenos Aires, será el turno de la Marcha del Orgullo Gltbgg (agrego las dos últimas letras para significar “gente grande”: la minoría de las minorías).
Poco después, al término de la Fiesta de San Nicolás en Gante, Bélgica (diciembre 6), tengo acreditación (hasta el 9) para la Fête des Lumières de Lyon, Francia, resultado de un equívoco: pensé que tenía algo que ver con la Ilustración, pero es sólo un Festival de Luces.
Nada de esto me importa en estos momentos de zozobra, y es eso lo que quiero subrayar: los mejores planes se ven opacados cuando la arquitectura del Estado es un castillo de naipes. No voy a interrumpir mi gira (que incluso me impedirá votar) para que mis premoniciones no interfieran con el curso de la historia.