Tuve la suerte de que mi primer trabajo formal en la industria del cine fuera la prueba promocional de una nueva —vieja hoy, obsoleta— emulsión de Kodak en la que participaron los mejores directores de fotografía que había en Argentina en esa época. El American Cinematographer era nuestra biblia. Como todos los adolescentes, no veíamos diferencia alguna entre las cosas y la forma de hacerlas, era como vivir en una ferretería pensando que es el universo. Creo ahora que esa sobreexposición temprana a las herramientas técnicas me preparó bien para mi segunda experiencia, más deprimente, en un largometraje que —como la mayoría de los que se hicieron en Argentina desde entonces— no tenía ninguna necesidad de existir. Como no había una historia discernible, filmábamos transiciones inconducentes. Desde entonces trato de evitarlas, pero es más difícil en la vida, cuando uno no sabe bien qué es lo que viene después.
Contaba Sydney Pollack que recién en Tootsie aprendió a omitir a conciencia, a usar elipsis como principio más que como herramienta. Dustin Hoffman —hombre— camina por la calle y se da cuenta de lo que tiene que hacer. Listo, sólo hace falta mostrar después a Dustin Hoffman caminando disfrazado de mujer. “No muestres la transición, es aburrida. Lo que importa es el resultado.” Por cada excepción (Paris, Texas) hay mil ejemplos de transiciones que hacen tiempo para no llegar a ningún lado (casi todo lo demás de Wenders).
Tuve una de esas epifanías transicionales el domingo pasado, durante el escrutinio, minutos después del discurso de Massa y unas horas después de Lou Reed. Llegó del sur la peor tormenta de los últimos diez años. Tembló la casa. Un árbol pasó volando por encima del patio. Macri hacía saltar a su hijita sobre sus hombros para que las cámaras tomaran bien la mueca desorientada de la nena que espero se lo reproche algún día. Milagro Sala había sido electa diputada y el 80% del país había votado alguna forma de kirchnerismo, pero los problemas, me enteré, eran “el odio” y la falta de unidad. Mientras sus orcos entonaban el Himno Chabón, Massa gritó que las cosas se resuelven “cuando todos agarramos la bandera celeste y blanca y la hacemos vibrar con orgullo bien alto.” Ganamos todos.
Alguien está loco acá, y el consenso local sugiere que soy yo. La opción que se me presentó el domingo es simple: puedo pasarme los próximos seis años escribiendo sobre gente que desprecio o me da miedo o las dos cosas, para que sean publicadas y leídas en un ecosistema que cada vez percibo más hostil, o puedo no hacerlo. Obviamente lo primero es mucho menos tentador, pero si la única expresión posible de lo segundo es el silencio, equivale a abandonar y no me gusta. No me molesta perder, estoy acostumbrado y a veces le veo cierto encanto, pero dejar las cosas por la mitad no me convence.
Se me ocurrió una tercera variante, que habría sido publicada en la edición especial de PERFIL con los resultados de las elecciones, pero se me ocurrió a medianoche y resultó ser demasiado tarde, porque para hacer copy-paste hacen falta muchas horas. Esa columna era la número 101 y describía el final de un ciclo que tiene mucho menos que ver con el del kirchnerismo que con el de mis posibilidades. No les voy a contar qué decía, nos la vamos a saltear. Será una de esas transiciones que Pollack considera prescindibles. La semana que viene pasaré directamente al resultado, que nos llevará al París de hace exactamente una década. Al principio puede ser que no se entienda, pero igual va a ser más interesante.
Billy Wilder elogiaba a Lubitsch por no hacer lo que vengo haciendo yo, por no decir “escuchen, dejen el pochoclo y miren, porque les voy a decir algo importante: dos y dos son cuatro.” Lo que Lubitsch hacía –decía Wilder– era darles dos más dos y dejarlos que sumen solos. “Lo van a hacer ellos por vos, y la van a pasar mejor haciéndolo. En vez de escucharte, van a jugar con vos.”
*Escritor y cineasta.