Hubo un cambio: ahora importa el estado de ánimo del Presidente. Si lo asiste el buen humor o un mal talante, si lo gobierna la ira, el disgusto o la alegría. Su entorno mira sus mohínes con más atención de la que antes les concedía a sus palabras: prevalece el valor de sus gestos. Casi un rey, aunque viva a ras del piso: su pulgar habla, ejecuta y decapita sin necesidad de ejercitar la lengua, desde un estrado superior. Le falta en su nueva estatura de emperador, eso sí, la concurrencia obligada del esclavo que, en Roma, acompañaba el carro triunfal del monarca con la orden de decirle cada diez minutos: “Todo es efímero”. Es el saldo sorprendente de lo que produce un triunfo electoral en el mismo elenco, en el auditorio y en la confianza del propio protagonista.
Esta metamorfosis, tras la inoportuna marcha sindical del pasado martes, se ha manifestado nítida: la paloma mutó en halcón. Con el sindicalismo en general, y en particular con algunos dirigentes del rubro, casi todos acechados por la edad y una opinión pública que los demoniza desde los 70. Curiosamente, ese desdén –y las represalias– avanza sobre aquellos que parecían más cercanos, pacíficos y colaboradores, ajenos al alboroto piquetero de las calles que siempre circula por la mano izquierda y a los papistas que cambian la amenaza del puño por la mano abierta para recibir generosas propinas para sus burocracias. Eligió el Gobierno como rivales a los mismos con los que se había sentado a propiciar un acuerdo. Aunque en esa mesa, en lugar de casarse, se divorciaron cuatro ministros (Frigerio, Quintana, Triaca, Aranguren) que mandó Macri en busca de sosiego gremial hasta las elecciones y seis sindicalistas (Moyano, Cassia, Mangone, Lingeri, entre otros), soñando con posterior entrevista y foto con Macri en la Rosada. Nadie, como es obvio, organiza una reunión con esos personajes sin haber consentido previamente un epílogo feliz. Pero la Argentina es otro territorio, reina la imprevisión y nada salió como fantaseaban los asistentes.
“¿Cómo que no pueden parar la marcha de la CGT?”, reclamó un ministro. Lingeri, el correveidile con la CGT, expuso impedimentos: desde la amenaza de renuncia del triunviro Schmid (Dragados), un devoto de Scioli que ahora sueña con la pinta de Ubaldini, a la negativa y reticencia de minúsculos gremios y organizaciones sociales que habían aprobado la medida de protesta. No se los puede convencer, alegó Lingeri ante el asombro del cuarteto oficial que suponía a sus interlocutores con el poder suficiente –junto a otros sindicatos numerosos, los “gordos”– para forzar el retroceso de los más belicosos, creyendo en la máxima de que un dirigente es aquel con capacidad para torcer una voluntad equivocada de la mayoría, no el que la complace. Lo miraron a Moyano como alternativa. Una inutilidad: “Es tarde”, confesó alelado el camionero. Ya ni su hijo Pablo, cabeza de la marcha, parece que le hace caso.
Abundaron los reproches mutuos y sombríos diálogos en la frustrante reunión. Como Quintana sabía de la irrelevancia de los que convocaban a Plaza de Mayo, de que uno de los organizadores ni siquiera iba a asistir (Rodolfo Daer, Alimentación), de que el triunvirato de la CGT se sostiene en palitos chinos y que el sindicalismo tradicional aborrece las marchas porque son expresión de la izquierda beligerante, creyó que se burlaban de él porque se había acordado un rumbo y en el encuentro lo modificaban.
Desafíos. “A mí no me van a correr. Miren que yo también fui pobre, soy de Mataderos, soy negro (le faltó decir peronista, como en anterior ocasión) y después terminé conduciendo empresas con 6 mil personas. Las conozco todas’’. Logró la siguiente respuesta: “Eso no quiere decir que sepas de todo’’.
Otro gremialista agregó: “No nos corran ustedes a nosotros porque ganaron las Paso. Ya tuvimos problemas con Cristina cuando presumía del 54% de los votos y tuvo que echarnos porque la mandamos a la concha de su madre al decir que teníamos mala prensa, a lo que le respondimos: ‘Mala prensa tenés vos y tu marido, porque todo el mundo dice que son unos chorros’’’.
De preferido influyente, entonces, el sexteto pasó a ser enemigo. Tanto que Lingeri, al que todos critican porque “lleva y trae’’, ya tomó distancia y se llevó a su joven y reciente esposa de viaje por un mes. Y Moyano empieza a reclutar entrenadores para recuperar la musculatura perdida: teme que lo emboquen en la Justicia como al influyente titular de Porteros (Santa María), admite cierta persecución en los tribunales: nadie habla sobre la docena de gremios que han sido allanados (petroleros, YPF, caucho, gastronómicos, canillitas) a instancias de la AFIP por denuncias de boletas truchas y que, en forma poco cordial, la Gendarmería procedió con nunca menos de treinta pertrechados entrando a las sedes gremiales como si fueran búnkeres de narcotraficantes bajo la consideración de “peligroso’’ que en el escrito ordenó un magistrado. Para todos, el Gobierno no es ajeno a estos episodios.
Facturas. Y replican quejosos: “A ver si Abad le aplica a Quintana la misma vara con el dossier de que dispone’’. También discutieron sobre las obras sociales y el plan que le atribuyen al allegado empresario Belocopit para eliminar una multitud de ellas y crear la “Superliga’’ como en el fútbol, el pago cash de su competidor Osde al Estado –unos 8 mil millones de pesos–, la cuestionable administración del Pami, y el hecho de que los gremios le paguen 1.400 pesos por cada afiliado a las prestadoras dominantes y éstas, a su vez, les cobren a los comunes privados 5 mil por similar prestación. Casi no escuchaba Quintana, ofendido en su fracaso y limitado a preparar el informe que le acercaría a Macri, inspirador luego de por lo menos dos despidos en Trabajo y en el área social por vinculación con gremialistas famosos. Menos escuchaba Moyano, quien empieza a dudar sobre su rol antes o después del 22 de octubre. Por un lado, se equivocó al sentirse colaboracionista con el Gobierno: le fue pésimo. Al mismo tiempo, también al Gobierno le fue pésimo por pensar que el camionero podría dilatar o resolver conflictos en la CGT desde el club Independiente.
Dos evaluaciones erróneas y la certeza de que la central obrera recorre un camino que ya vio en el pasado: la división en los 80 entre Brasil y Azopardo. Uno sabe dónde estaba Moyano entonces que, en la rebeldía, ganó prestigio. Luego vino su rol de comparsa oficialista con Néstor Kirchner: allí ganó plata, su gremio inclusive. Ahora no se sabe dónde se ubicará, por más que en la Ciudad haya contado alegrías con Macri en el vigente negocio o servicio de la basura. Aunque su destino parece que hoy él no lo escribe. Más bien depende del gesto de otro.