El hombre no lee novelas, no lee poesías, no lee cuentos. No va a conciertos, no va a museos ni a galerías. Ignora el ballet tanto como la ópera. No pisa mayormente los cines ni los teatros, a no ser para cultivar lo vacuo, la sencilla distracción. Hay vidas que son así, la suya es una de ellas. Lo que hago es constatar, no es cuestión de pronunciarse o abrir juicios de valor. El arte, qué duda cabe, no es en absoluto imprescindible.
Una noche, sin embargo, por un ineludible compromiso de trabajo, tiene que asistir al Teatro Colón con un grupo de colegas. El espectáculo ofrecido no es, según se dice, de alto vuelo; pero tiene, mal o bien, música y danza y proyecciones visuales de impacto. Y el Teatro, en cualquier caso, le otorga, huelga decirlo, un contexto por demás imponente.
Entonces, sucede. Hacia el final, sucede. Este hombre, de casi sesenta años de edad, tiene la primera experiencia estética de su vida. La primera, y a esta altura. Comprensiblemente, se emociona: la cara le tiembla, los ojos se le empañan, sus manos suben y bajan casi sin ton ni son. Lo descubre: esto existía. No lo había imaginado, y se conmueve. ¿Cómo no iba a conmoverse?
A su lado, su mujer, que ha tenido que acompañarlo a la velada, lo mira y sonríe. Sonríe con inmensa ternura, y acaso con compasión. No es para menos. Yo mismo, lo confieso, que en verdad no soy nada suyo, yo que soy apenas un humilde e imperceptible ciudadano opositor, he sentido también un poco de pena.