La crisis del campo hizo decir a muchos que fue ridículo jugar el destino de un gobierno por unos puntos del porcentual recaudatorio. Confundir retención con revolución fue –para esta misma versión de los hechos– una conversión farsesca de la mística liberadora de otra época que ni siquiera evitó la derrota política del oficialismo.
Se dice que son más las divisas que se perdieron por la confrontación que las que ya se obtenían si se dejaban las cosas sin cambios. Por otra parte, también sorprendieron la fuerza y la masividad de la movilización agraria que fueron incrementándose con el tiempo. La Resolución 125 produjo en toda la ciudadanía reacciones inauditas por su virulencia.
No debe llamar tanto la atención ni hace falta aplicar un marxismo vulgar para señalar que los problemas fiscales han sido claves en revueltas populares, revoluciones y crisis agudas, muchas de las cuales han cambiado la historia mundial.
Las mutaciones históricas no sólo nacen de la cabeza de grandes hombres, sino de procesos en los que intervienen masas anónimas que reaccionan frente a medidas que ponen en juego su supervivencia, o de circunstancias que hacen peligrar ciertos intereses económicos.
Emblemas e identidades como la “oligarquía”, los “golpistas”, los “pools cerealeros” o “Guillermo Moreno” cumplen la misma función que la cabeza de Luis XVI en los tiempos de la Revolución Francesa. Son los soportes de un acto, un gesto o una investidura, a los que se les adjudica una victoria o una derrota, y los efectos que producen pueden tener gran resonancia simbólica al tiempo que ordenan la indignación y centran la catarsis.
Las ideas con mayúsculas pueden con frecuencia, a través de sus portavoces, cimentar y hacer confluir una protesta generalizada en un punto de condensación, un enemigo singular que unifica la dispersión política, pero no prenden la mecha contestataria si no son parte de las angustias y las codicias cotidianas de cada uno de los hombres.
Las revueltas campesinas lideradas por Thomas Müntzer contra diezmos e impuestos especialmente gravosos en tiempos de Lutero, que desencadenaron una feroz represión de los señores feudales apoyados por el pastor protestante, fueron un factor de peso en la dirección que tomó la Reforma.
El conocido “motín del té” de 1773 en la ciudad de Boston, en el que los colonos de la Nueva Inglaterra tiraron por la borda la mercancía de las naves británicas en reacción contra medidas que perjudicaban a contrabandistas locales y al precio del producto, es reconocido como un antecedente histórico de la independencia norteamericana.
El aumento del precio del pan durante la Revolución Francesa fue un factor de descontento que provocó más de un tumulto en las calles de París, que no pudieron ser impedido a pesar de las medidas del tres veces ministro de Finanzas Jacques Necker, que ante la escasez de trigo prohibió las exportaciones y abrió el mercado al trigo importado.
En 1930, Mahatma Gandhi emprende su “marcha de la sal” contra el monopolio estatal del producto, con el que da comienzo al movimiento independendista de la India.
Pero no hace falta ir lejos en el tiempo y en el espacio para dar cuenta de la relevancia de las políticas fiscales en el desarrollo de las sociedades. En nuestra corta historia, los problemas financieros han tenido una importancia determinante reconocida por los historiadores. Desde el gesto inicial de mayo de 1810, la patria, que aún no era ni Estado ni Nación, se vio envuelta en problemas económicos y financieros que prosiguieron, a pesar de las situaciones cambiantes, a lo largo de todo el siglo XIX.
Los gastos que exigían a las autoridades centrales los costos de las guerras por la independencia, luego los conflictos con el Brasil, o en el futuro la guerra contra el Paraguay, impusieron en vistas de formar y mantener ejércitos la necesidad de recursos fundamentalmente obtenidos por los ingresos aduaneros.
Años más tarde, las necesidades de financiamiento del Estado fueron extremas por la índole del proyecto de la generación del 80, que requería gastos de infraestructura que no podían solventarse con el ahorro interno.
Las tensiones entre estrategias de recaudación y políticas fiscales expresan lo que llamamos “políticas de la redistribución de la riqueza”, que muestran que en una buena parte de nuestra historia los impuestos al consumo de los bienes adquiridos por las clases populares fueron la principal fuente de ingreso del Estado comparados con impuestos a las ganancias y bienes suntuarios.
De todos modos, la emisión de bonos, de papel moneda y los empréstitos muestran a un Estado que no puede solventar sus gastos con ingresos genuinos y se endeuda hasta límites que ponen en juego la gobernabilidad del sistema político.
Las hiperinflaciones, la confiscación de los ahorros nacionales, la quiebra del sistema bancario, la deuda externa, el default o cesación de pagos, son efectos de un desequilibrio cuyas causas no tienen un único origen.
Estos últimos cinco años, el Estado nacional se encuentra ante una situación inédita: un superávit comercial y fiscal que permitió que la sociedad se recuperara de la crisis económica más grave de su historia gracias a la explosión de los precios de los productos primarios y a la postergación de los compromisos externos.
Una política basada en el crecimiento del consumo, a la que están destinadas todas las medidas de estímulo económico, desde un interés negativo para los plazos fijos, el incentivo para que las clases acomodadas consuman cada vez más, una política de subsidios que permita que las clases más pobres no vean empeoradas sus condiciones de vida, un tipo de cambio alto para desalentar importaciones y alentar exportaciones y turismo, permitieron reducir la desocupación y poner en marcha el aparato productivo, cuya dinámica comercial le significó al Estado cuantiosos ingresos fiscales.
Sin embargo, aun con bonanzas transitorias, los ideales de la república positivista de “orden y progreso” o “paz y administración” le quedan holgados a nuestro país. Un Estado con las finanzas ordenadas e instituciones republicanas es casi imposible de armonizar con la miseria social y contrastes extremos entre ricos y pobres.
El mayor de los desafíos para los países de nuestra región es elaborar una política que pueda mejorar la situación social de la mayoría de la población y a la vez buscar inversiones directas, entrada de capitales productivos y la determinación de no aislarse del mercado mundial para no resignarse a inevitables bolsones de pobreza y marginalidad.
Sin un crecimiento económico gigantesco no es factible alcanzar un nivel de vida equivalente al de países que triplican nuestro PBI por habitante. Mientras esto no suceda, las políticas fiscales no deben ser justicieras sino inteligentes. Por supuesto que no es una inteligencia exclusivamente técnica, sino una que derive de una política de bienestar general.
*Filósofo