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Flor y contraflor

Llinás, caudillo unitario bonaerense, las defiende como gaucho matrero y no les reconoce ningún defecto.

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

Es bueno tener algún enemigo con el que se pueda hablar y eso me pasa últimamente con Mariano Llinás. Hemos tenido discusiones homéricas, descalificaciones recíprocas, disgustos monumentales, pero tras varios años de combates estéticos hemos alcanzado un statu quo por el cual nos intercambiamos chicanas sin demasiada convicción. Ha contribuido a mi tolerancia el hecho de que Llinás dijera una palabra en mi favor cuando, hace poco, fui víctima de cierta maledicencia entre colegas. 

Claro que a mí me sigue sin gustar La flor, el mastodonte que convirtió a Llinás en un ídolo de los críticos y en un cineasta de culto en los círculos más finos de la esnobismo internacional. Y eso es fatal para la relación entre un director y un crítico, aunque otras películas suyas me gusten. Hay otro factor que perturba la comunicación: si con las películas dirigidas por Llinás puedo discutir, nunca logro que me interesen las de su empresa productora El Pampero Cine, en las que figura como guionista o ejerce una influencia misteriosa que no aparece en los créditos. Llinás, caudillo unitario bonaerense, las defiende como gaucho matrero y no les reconoce ningún defecto. 

Este año, el Bafici abrió con Pequeña flor, coproducción francesa de El Pampero, basada en una novela de Iosi Havilio, dirigida por Santiago Mitre, con guión de Llinás y elenco de ambas orillas. Me quejé de que la película no se podía ver online y Llinás y me envió un link, que llegó con la información de que Pequeña flor había sido rechazada por los grandes festivales (Cannes, Venecia, Locarno, San Sebastián), un dato que (para mi asombro) aparecía en las reseñas publicadas. Durante el intercambio posterior de pullas, Llinás contó que no la había visto y yo le conté que la había visto con placer. Pequeña flor es una comedia de buen humor (no hay tantas) con un personaje al que matan una y otra vez pero siempre resucita. El film tiene tres centros casi independientes: la relación matrimonial y binacional entre los protagonistas Daniel Hendler y Vimala Pons (convencional), la historia con el terapeuta manipulador Sergi López (desagradable) y los encuentros de los jueves entre Hendler y su vecino Melvil Poupaud, el asesinado a repetición (brillantes). Poupaud (un actor genial) hace de un francés pedante e insoportable que se las sabe todas y al que dan ganas de matar mil veces. Pero también es un tipo afable, generoso, connoisseur del jazz y del vino que le explica a Hendler la lengua y la cultura francesas. Hay además un momento sublime, el más feliz de la película: el concierto en el que Hervé Villard canta Capri c’est fini. 

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En el intercambio de mensajes descubrí que el muy afrancesado de Llinás era un especialista en ese período de la canción popular de ese origen. Persuasivo como es, lleva convencidos a varios programadores de que la película no entró en los festivales porque es “cine francés de antes”, aunque sea cine argentino de ahora, con su profesionalismo eficaz y poco autoral. En un momento, Poupaud dice de su admirado Sidney Bechet que su tema Petite fleur “no quiere ser moderno, no quiere ser nuevo, solo es eterno”. Esa frase no suena a Havilio ni a Mitre sino a Llinás y permite pensar que tal vez esté cansado de producir novedades para que los festivales las acepten.