Voy a pasar mi cumpleaños en Houston. Que no es lo mismo que decir: voy a pasar mi cumpleaños a Houston. No es un destino elegido para esa fecha, sino que esa fecha me encontrará allí trabajando. Voy a dar unas charlas en la universidad. Cuando relleno los formularios para mi visita, Anadeli, una de las profesoras que además se hará cargo de mí a tiempo completo, advierte la coincidencia. Me escribe un correo muy animada diciendo que me preparará una sorpresa de cumpleaños. No soy amiga de las sorpresas, todo lo sorpresivo me desestabiliza. Pero tampoco quiero empezar con la pata izquierda, así que respondo que qué bueno, buenísimo. Sin embargo, temo.
Anadeli me busca en el aeropuerto, es tan simpática y charlatana como en los mails que intercambiamos las últimas semanas, me cae bien de inmediato, es una venezolana muy alegre. En el viaje en auto, vuelve a recordar que el viernes será mi cumpleaños y que me tiene una sorpresa. Además vamos a ir a comer a su casa, con los estudiantes de la maestría, arepas que hará su madre, justo de visita. Entonces, pienso, la comida no es la sorpresa. Tal vez comida es el único tipo de sorpresa que puedo soportar. A menos que sea sushi de pollo, por ejemplo, creo que después podría aguantar cualquier otra cosa que pueda llevarse a la boca y masticarse. Si la comida no es la sorpresa, entonces qué. No voy a decir que fui asaltada por la ansiedad ahí mismo, en esos primeros minutos de nuestra relación, en un pequeño auto, en una carretera texana. Pero la idea de la sorpresa –la amenaza, mejor dicho– estuvo ahí desde ese momento y hasta el viernes por la mañana, acechando como unas arañas que al otro día veríamos con Anadeli en la exhibición La muerte por causas naturales, en el Museo de Ciencias Naturales. Una de las muestras más divertidas que vi en mi vida: ¿sabían la cantidad de gente que muere atragantada con un pancho? A que no saben la cantidad de niños que morían por culpa de la tintura con arsénico que se usaba para teñir telas en el siglo XIX: los pobrecitos tocaban las faldas de sus madres y luego se llevaban las manos a la boca, como hacen los niños pequeños, ingiriendo dosis letales de veneno. También nos hicimos un test en una máquina parecida a esa que lo transforma a Tom Hanks en un adulto con mente de niño en Quisiera ser grande: pero esta máquina, con una tarotista que emitía interjecciones de acuerdo con las respuestas elegidas, adivinaba cuántos años te quedan de vida. A mí, treinta y ocho.
El viernes por la mañana, Anadeli me llamó por teléfono. Quería decirme feliz cumpleaños pero también recordarme que al día siguiente me daría mi sorpresa. Supongo que alguna inquietud se me notó en la voz porque ella me preguntó si tenía algún problema con el agua. Sí, un poco, no sé nadar, balbuceé. Ella dijo que no importaba y yo me pensé mareada arriba de un bote. De a poco, como desenvolviendo un regalo, fue diciéndome de qué se trataba. Cuando todo estuvo revelado también me dijo que podíamos cambiar de plan y hacer otra cosa. Estuve tentada de decirle que sí, que fuéramos a comer costillas ahumadas, pero pensé que no podía ser tan amarga, que si solo me quedan treinta y ocho años de vida tengo que ser un poco más aventurera. Así que al otro día estuvimos en el flotario: una especie de cápsula a lo Cocoon, donde una flota en agua con sal, como si estuviera en el Mar Muerto. Una diminuta luz azul se enciende adentro de la cápsula, la música new age rebota suavemente contra las paredes. Es una cosa rarísima, una mezcla de espanto y satisfacción.