Los otros días, en una de las tantas crónicas periodísticas plagadas de mediocridad y pereza que se publican en los diarios, se detallaba la marcha de la campaña electoral, pero para hacerlo los reporteros hablaban, en apenas la mitad de una página tabloide, de macristas, denarvaístas, felipistas y michettistas.
Nada podría fotografiar de manera más fiel el pavoroso cuadro de desnutrición de la política argentina que ese certamen de tonterías supuestamente atendibles y significativas.
Agarrotada por un personalismo desmesurado y atroz, la sociedad argentina se encuadra voluptuosamente en estos alineamientos de corte enteramente individual. Tras habernos desayunado con los lilitos, se nos presentaron luego los margaritos. El cristinismo amenazó con sumarse al elenco, pero el intento no prendió cuando se advirtió que el nestorismo era implacable y excluyente.
Este personalismo es resiliente y atrevido. No se amilana ante cuestiones de género. Sólo requiere que existan nombres propios a los que añadirles una filiación supuestamente orgánica, y ya está, sale con fritas. La asociación de individuo y corriente politica, sin embargo, es patológica y sistémica en la Argentina y desde siempre.
Hemos tenido rosismo, mitrismo, roquismo, yrigoyenismo, peronismo, frondicismo, balbinismo, alfonsinismo, menemismo, duhaldismo y kirchnerismo, para mentar los casos más conocidos. Es como si una indigencia asombrosa e integral redujera nuestra capacidad colectiva de organizar una verdadera sociedad civil en torno de agendas, ideas y programas, plataformas de valores, sistemas de principios.
Somos un caso excepcional, incluso en la turbulenta América latina. En el imperturbable México de la época del PRI-gobierno, era impensable que Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo, De la Madrid, Salinas de Gortari y Zedillo tuvieran prole política propia y lo mismo sucede con los conservadores cristianos del PAN, como Fox y ahora Calderón, imposibilitados de procrear tropas autoidentificadas nominalmente con el apellido de sus jefes.
Tras cuatro gobiernos completos de transición democrática exitosa, Chile no podría ni remotamente concebir que los presidentes Aylwin, Frei, Lagos y Bachelet hubiesen parido corrientes derivadas de esos nombres propios. Jamás existió el allendismo, pero sí hubo y hay un Partido Socialista. Tras un fenomenal suceso de dos mandatos presidenciales, ¿acaso Lula inventó en Brasil un lulismo que desafiara al sólido Partido de los Trabajadores? ¿Apostó Tabaré en Uruguay a un vazquismo que trascienda esa notable construcción democrática y pluralista que es el Frente Amplio?
No hablo de Noruega, Canadá, Holanda o Australia. El caudillismo pedestre y predatorio de la Argentina es atípico hasta en la propia America latina, al margen de la particularidad del chavismo venezolano, lamentablemente lo más parecido a nosotros.
El periodismo argentino tiene una importante responsabilidad en este estropicio político y cultural. Si bien se trata de un fenómeno de la sociedad, esa tendencia fiera y bárbara a adherirse a personas en lugar de ideas es fomentada por los medios de comunicación, que participan activamente de la banalización y “zafan” del problema de los análisis ideológicos estampando tan repelentes y pedestres definiciones, que llegan incluso al bochorno lingüístico. ¿Denarvaísmo? ¿Y qué me dicen de los seguidores de Reutemann? ¿Qué son? ¿Reutemistas, reutemannistas, o lolistas?
La barbarie no sólo se patentiza cuando existen crímenes de sangre, hay que decirlo, y a quienes piensen que es preferible el aldeano personalismo argentino a la letal guerra de narcos en ese México atragantado por la violencia criminal les doy la derecha. Pero sería un consuelo de insufrible pequeñez mental reconfortarse mezquinamente con esas compensaciones, para las cuales siempre habrá un infierno más temido que el argentino.
El lanzamiento de la campaña electoral no reitera sino que agrava ahora los rasgos peores y añade otros.
Si, por ejemplo, en una época se calificaba a los docentes con carga horaria fragmentada en diversos colegios o universidades como “profesores taxi”, la cultura política argentina ha desarrollado a la perfección también la idea de los funcionarios todo terreno, personas que entran y salen de los cargos, piden ser votados, toman licencia, retornan a sus despachos y salen de ellos con displicencia pasmosa.
Una lista completa sería infumable, pero produce estupefacción notificarse de que ahora mismo la ex diputada Graciela Ocaña, que mantuvo su banca congelada larguísimos meses mientras se consolidaba en el Ministerio de Salud, volvería al Congreso, mientras que el ex intendente de Tigre querría volver a esa comuna del norte, tras su malogrado interinato en la Jefatura de Gabinete. La idea es reasumir un puesto al que nunca renunció.
Como una mujer golpeada o al menos menoscabada, la política argentina es descalificada ignominiosamente al final del día por quienes alcanzan una cuota de poder. Ahí está el caso deprimente de Gabriela Michetti, que durante estos años se consagró como el paradigma de una auténtica líder local involucrada en representar a un electorado específico en una zona determinada para un programa de gobierno singular. Ahora, le hace la disciplinada venia a su jefe, Mauricio Macri, y, en contra de sus propias opciones, sale de la vicejefatura del Gobierno porteño para vaporizarse como una más de los 257 diputados nacionales, que fue para lo que no se la votó en la Ciudad de Buenos Aires
Porque no se comprometen de modo sincero con sus mandatos y sus electorados, estos políticos se asumen como funcionarios-taxi, como si, en último análisis, cada destino los dejara bien. Producto de la democracia y la libertad, en sus vidas prácticas se enlistan sin embargo como soldados que reportan a un general. De hecho, en la política argentina es habitual que haya tipos que aceptan ser conocidos como “coroneles” de sus jefes y no han faltado incluso personalidades de recia envergadura intelectual que han calificado a Kirchner como “mi general”. El caso más reciente son los melancólicos senadores fueguinos, que se pasaron a la tropa conducida por Olivos sin rendir cuentas a nadie.
El atontamiento de la raigambre republicana se mira en el espejo de una sociedad civil que alienta la subjetivización más retardataria de los encuadramientos políticos.
Existió el gaullismo en Francia y eso fue en democracia, pero sucedió hace mucho y es irrepetible. Nosotros, en cambio, estamos más atrás, como cuando era posible hablar de leninismo, trotskismo, stalinismo, guevarismo y maoísmo, festival de doctrinas basadas en apellidos rotundos, que termina dramatizando el penoso fracaso de la libertad.
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