COLUMNISTAS

Fuego fatuo

Abrasador fulminante, contundente expresión de desdén e ira, el fuego se apodera con frecuencia endémica de la Argentina. Lo grave no son solamente los nuevos episodios de destrozos de material ferroviario, de por sí un acontecimiento de rasgos lúgubres. Tanto o más delicado es que estos episodios, de repetición circular, se producen bajo un gobierno que en el fondo parece burlarse de la legalidad con la excusa de las garantías.

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I magen soy del mundo: mi resplandor atrae
al náufrago, al viajero, al rondador doncel;
cercado estoy de abismos: si alguno en ellos cae,
imagen soy del mundo... ¡rogad a Dios por él!
El fuego fatuo, Balada XXII, de Vicente Barrantes

Abrasador fulminante, contundente expresión de desdén e ira, el fuego se apodera con frecuencia endémica de la Argentina. Lo grave no son solamente los nuevos episodios de destrozos de material ferroviario, de por sí un acontecimiento de rasgos lúgubres. Tanto o más delicado es que estos episodios, de repetición circular, se producen bajo un gobierno que en el fondo parece burlarse de la legalidad con la excusa de las garantías.
Los incendiarios de Merlo y Castelar pusieron en escena una práctica cada vez más naturalizada. La protesta, tal y como se despliega en la Argentina de 2008, todo lo puede y ante ella nada demasiado drástico osa intentar un Gobierno que compara al mantenimiento del orden jurídico con un recorte antidemocrático de las libertades civiles. La historia reciente es ejemplificadora. El 1º de noviembre de 2005, la estación Haedo del ex Ferrocarril Sarmiento sirvió de escenario a destrozos de similares características. Hubo 113 personas detenidas por el incendio intencional de esa estación, gloria del patrimonio ferroviario del Oeste, y de dos formaciones que estaban allí, saqueo de comercios de los alrededores, destrozos de máquinas expendedoras de boletos y ataques vandálicos, a pedradas, contra negocios y bancos. Esos incidentes dejaron 22 heridos.
Muy similar a lo que sucedió ahora, el gobierno de Néstor Kirchner atribuyó hace 33 meses aquellos destrozos a la agrupación Quebracho. Pero ese antecedente es apenas un episodio más en una ya desesperante saga. En verdad, desde febrero de 2002 se producen en estaciones ferroviarias del área metropolitana episodios de inusitada violencia, al cabo de los cuales dos hechos sobresalen como conclusión principal: el ya de por sí menguado y obsoleto parque ferroviario se reduce aún más, y la masa de usuarios que usa y necesita de esos servicios se perjudica más todavía, porque ese equipamiento no puede reemplazarse en el corto plazo. Así, destruir bienes produce más penuria y peor vida para las muchedumbres que se transportan por esa vía.
Enfatizar el resultado práctico de estos actos de barbarie suele ser interpretado como un aval a los estropicios del Gobierno, como si subrayar la bellaquería de estos hooligans significara homenajear a las autoridades por lo bien que hacen las cosas.
La sabiduría convencional, a la que han apelado a estas horas no pocos medios periodísticos y una variedad de referentes opositores, es que el-pueblo-indignado-aplica-su-santa-violencia en respuesta a los abusos intolerables de unas empresas malditas a las que, además, premia y sostiene el Estado.
Sucede que, antes bien, en la Argentina se producen fenómenos de inigualable destructividad social pero en todas las direcciones. El Gobierno maneja el gravísimo problema del transporte ferroviario con un oportunismo de suprema irresponsabilidad, convalidando y potenciando un esquema de subsidios que preservó lo peor del obsoleto esquema estatal previo a 1990, pero lo hizo lastimando los rasgos más racionales, modernos y progresivos de los gerenciamientos privados.
Con un área metropolitana mal servida por empresas ajenas a las prácticas del sistema de lucro legítimo y enteramente enfeudadas a una espesa telaraña de corruptos o por lo menos opacos “subsidios” estatales, el pésimo servicio y la involución del entero sistema generan impaciencia, ira y a menudo desesperación en el público.
De otro lado, la sistemática y deliberada confusión de protesta con vandalismo, la generalizada costumbre, de la que el Estado es apenas un practicante más, pero no el único, según la cual hasta la más salvaje tropelía puede tener una justificación política, ideológica o cultural, producen el resultado más pernicioso posible.
Las razones por las cuales el Estado se fue atando de manos respecto de los variados y reiterados episodios de gravísimas erupciones de violencia destructiva son muchas, pero prima ese patetismo condescendiente, que consiste en encajar cada estallido de caos con una deuda social preexistente.
La Argentina compró sin medias tintas la tramposa noción de que los conflictos de la sociedad civil sólo pueden resolverse si sus protagonistas quiebran la burbuja de olvido e indiferencia públicos y consiguen “visibilizarse”. Así, el nombre del juego ha sido la estrategia de la visibilidad: cortar fronteras, interrumpir caminos, clausurar accesos, rodear fábricas, bloquear calles, escrachar personas, liberar molinetes, pararse sobre las vías de subtes y trenes, “liberar” barreras de peajes y episodios todavía más virulentos, como los de esta semana: incendiar trenes, destruir estaciones, vandalizar comercios e instalaciones de todo tipo.
Lo angustiantemente fatigoso de esta realidad nacional es el cinismo pseudo-ideológico que se percibe en las argumentaciones oficiales, centradas en evitar la “represión”, cuando en verdad se está ante fenómenos concretos de un sabotaje explícito que significa destrucción explícita del patrimonio colectivo.
En gran medida, ese cinismo se advierte en la dupla de dos conceptos: políticas irracionales, retardatarias y claramente orientadas a favorecer a una casta privilegiada en el sistema del transporte público, y una cháchara “libertaria” que la Casa Rosada usa como práctico argumentador cotidiano para justificar su evidente responsabilidad por la ilegalidad creciente y evidente en la escena pública, tan tolerada que termina siendo propiciada.
El incendio de estaciones y material ferroviario genera lo peor de todos los mundos. La gente viaja de manera cruel y advierte cómo su vida cotidiana se degrada e intoxica cada vez más. Consiguientemente, esas situaciones de base son escenario propicio para que pelotones de nihilistas peligrosos y resueltos desparramen un accionar violento e irresponsable, que castiga a esos propios seres ya acosados por el transporte inhumano.
Hay, así, un agravamiento de la culpabilización colectiva: si los trenes le pudren la existencia cotidiana a sus usuarios, una maliciosa manipulación de las garantías civiles permite que el vandalismo se ejecute sin restricciones ni castigos.
Ni las bandas de forajidos que rompieron decenas de comercios en Mar del Plata a fines de 2002, ni ninguno de los detenidos en todos los casos posteriores de ataques a instalaciones ferroviarias, permaneció detenido más de pocos días.
Este es el peor escenario: packaging de palabras empalagosas y vacías que envuelven esencias nefastas, un fuego permanente pero fatuo que le quema la vitalidad a la sociedad argentina.