Fue un vil asesinato en un país patas para arriba, confuso y equivocado. Con las prioridades invertidas y escandalosamente contradictoria: así se muestra la Argentina tras las pascuas, un país que rebota entre la más bruta violencia represiva y la permisividad tolerante más necia.
Para definir lo jurídicamente correcto en un orden por lo menos secuencial: no se puede admitir de manera sistemática y en cualquier situación que un conflicto social se sustancie a balazos o mediante el apoderamiento del espacio público de todos.
En la Argentina, en muchas oportunidades la protesta en defensa de ciertos derechos derivó ya de manera endémica en la supresión violenta de los derechos de los demás. Más de una década después del nacimiento impetuoso del movimiento piquetero, nadie puede hoy alegar ingenuamente que los episodios de fuerza pública se justifican por la necesidad de conseguir “visibilidad” de los conflictos.
Pero parece que defender lo jurídicamente correcto resulta escandaloso para una sociedad ahora enamorada de lo políticamente correcto. Nos hemos zambullido, así, en una guerra civil fría que supone, guste o no a sus cultores, una verdadera militarización de la existencia cotidiana. Quienes reclaman por lo suyo y lo hacen en perfectamente legítima y habitualmente (pero no siempre) justificada expresión de protesta, han establecido un rígido molde cotidiano de excepcionalidad permanente.
Claro que el Gobierno contribuyó de manera decisiva a esa esclerosis del espasmo protestatario: porque hubo criminal violencia de parte de algunas fuerzas de seguridad en la última década, el Estado respondió autocancelándose del escenario y renunció de ese modo a la muy digna y progresista obligación de preservar el orden democrático para la mayoría.
Resultado: impera una sospechosa permisividad supuestamente “progresista”. Puesto que está dogmáticamente prohibido “criminalizar” la protesta, la Argentina acepta legalizar la infracción deliberada.
Porque colapsó el Estado bobo de los ’90, ahora admitimos un país con fronteras internacionales clausuradas por grupos militantes, beneficiados de la complicidad deliberada de un poder político que o no se atreve a hacer respetar la ley, o calcula que tolerando la transgresión tiene algo para ganar, o ambas cosas a la vez.
Pero cuando no se consigue reconfigurar por medios legales el tratamiento de un conflicto de manera razonable, explicitando que un Estado no puede vivir condonando eternamente las infracciones, el desenlace deriva en una violencia demencial.
Hemos reemplazado las confrontaciones civiles que caracterizan la vida de una democracia por descalificaciones masivas en cuyo transcurso todos los actores se consideran libres de responsabilidad y propietarios de la pureza. La descalificación retórica se convierte en agresión física en un santiamén.
Desprovista de sujetos políticos claros y reconocibles, la Argentina procesa sus conflictos de modo ciego, necio y bestial. Estamos ante la ausencia de la política, no solo de políticas: mientras la frontera internacional del río Uruguay es expropiada por la fuerza por minimuchedumbres que mantienen aterrorizado a un Gobierno esclavo de su “corrección política”, en un territorio lejano, Neuquén, todo coagula en una tormenta perfecta.
Cuando, por ejemplo, los docentes cortan rutas en el marco de irresueltos reclamos salariales, una administración del Estado puede esgrimir fundamentos poderosos para evitar que lo público (rutas, transportes, servicios) colapse en tributo de ese petitorio puntual, no importa cuán legítimo sea. Sobreviene el paroxismo de la contradicción diabólica: oscilamos entre dejar que todo sea posible o atacar a la gente con granadas.
Giovanni Sartori habla de sociedades perezosas y gobiernos débiles. Acierta: en el bloqueo internacional que la Argentina le impone a Uruguay, la Casa Rosada parece sentir fruición de su propia impotencia, como si el Gobierno pretendiera que esa debilidad institucional, caracterizada por el hecho de que una minoría militante le expropió al Estado su soberano monopolio de las relaciones internacionales y del imperio del estado de derecho, sea comprendida y aceptada por la parte bloqueada.
El ejemplo de la cúpula derrama su venenosa consecuencia hacia abajo: si el poder central de la Argentina atravesó la Semana Santa aceptando como normal que una frontera binacional quedase totalmente cortada por el accionar de asambleas vecinales que ejercen su poder de facto, ¿por qué razón una categoría salarial relegada no habría de concluir que es normal y no puede ser invalidado que su reclamo se articule en acciones que perjudiquen sobre todo a quienes nada tienen que ver? Esta transgresión, sin embargo, empequeñece ante el bárbaro crimen de Fuentealba, que ratifica la esencia primitiva y destructora de las fuerzas de seguridad.
Teorema argentino: si “escracho” me ven y si me ven, los afectados retroceden. En consecuencia terminan aflojando. Dicho, naturalmente, con las debidas disculpas a los afectados, que por supuesto son las bajas supuestamente inevitables del “fuego amigo”.
Pero si así no prospera la ecuación, giramos con la velocidad arquetípica de la sociedad argentina: te acepto que cierres una frontera durante seis meses o te disuelvo a granada limpia, ahora mismo.
La supuesta sabiduría gubernamental para manejar las crisis recurrentes evitando escrupulosamente las fricciones es, así, pura impotencia oportunista. Pero más grave es el predicamento de una sociedad, que volviendo a Sartori, expresa a un país “fláccido y pasivo”. La sabiduría convencional sostiene que estamos condenados a tolerar el estado de facto permanente porque en la Argentina dar la orden de reprimir equivale a dar la orden de matar.
Desde el asesinato de Teresa Rodríguez en 1997, también en Neuquén, pasando por el de Aníbal Verón en Salta en noviembre de 2000, y los de Santillán y Kosteki en junio de 2002 en Avellaneda, se patentizó la malsana debilidad estructural de un Estado que oscila entre la anestesia del orden público y los desmanes criminales más obvios. Expresan y son lo mismo: una frontera cortada, situaciones ilegales consentidas y justificadas, explicacionismo santurrón de cualquier estropicio en el altar de la sensibilidad social más oportunista, exhiben el rostro cambiante del buenismo en boga en la Argentina: muestra a funcionarios prudentes, sabios y pacientes, que sienten aversión por la violencia.
Puro simulacro: cuando se derrite la máscara del buenismo, aparece el desaforado dedo en el gatillo, la conclusión de una largamente reprimida violencia. Esa violencia, como por ejemplo el vil asesinato consumado por la policía neuquina, es el otro rostro de un país que si pudiera, viviría fuera de la ley.