El torneo que Racing quiere ganar el próximo domingo debería haber terminado hace una semana.
Las fláccidas estructuras del fútbol argentino se bastan por sí solas para convertir el anuncio de una no noticia en algo muy cercano a una declaración de principios. Porque aun cuando la dinámica de las cosas que nos pasan suele convertir en imposible sujetar en la memoria siquiera un día aquello que, ayer, nos indignó hasta el alarido, de tanto en tanto es útil repasar el diario viejo. Y aquello que se anunció con la elocuencia de la gente seria que no somos –Capitanich, Cherquis Bialo, da igual– se convierte, de golpe y porrazo, en la pierna derecha del Beto Alonso… o la biblioteca de Jelinek.
Como antesala de la temporada 2015 –esa con un solo campeonato de treinta equipos de febrero a diciembre–, se anunció que el Torneo Transición, o lo que quiera que eso quiera decir, finalizaría el último fin de semana de noviembre. De tal modo, no sólo se liberaban las fechas de una eventual final de Copa Sudamericana con equipos argentinos, sino que se cumplía con el deseo de la muchachada de Agremiados de darles a sus afiliados un poco más de un mes de vacaciones. Al menos a los de Primera. Al menos a los que no tuvieran que jugar algún desempate de esos que nunca faltan en la mesa navideña de los argentinos.
Lejos del 30 de noviembre original anunciado por la AFA a principios de junio, el torneo concluirá, en el mejor de los casos, dos semanas más tarde. Casi veinte días si se diera ese, para la mayoría, improbable mano a mano entre la Academia y River.
No fue la lluvia, que ayudó. Tampoco cortes de luz, que siempre dicen presente. El cambio de planes lo provocó algo mucho más impactante: la muerte de Julio Grondona. Sería necio ignorar lo que Grondona representa para la historia de nuestro fútbol. Ahorremos discusiones sobre bondades y maldades y coincidamos en el innegable poder de su influjo. Aun así, supongo que cada uno que lo justifique encontrará motivos diversos para explicar por qué, a raíz de su fallecimiento –sucedido un miércoles–, se postergó una semana el comienzo del torneo.
Sólo para doblar la apuesta me animo a pasar del cinismo puro a una suerte de necrofilia.
Pongámosle que coincidimos en que nada menos que suspender sus actividades debía hacer nuestro fútbol en memoria del hombre que se adueñó de sus decisiones y de sus arcas durante tres décadas y media. ¿Alguien me explica por qué a ese mismo fútbol le pasó absolutamente inadvertido el asesinato a manos de barras bravas de Franco Nieto, que no por jugar en una liga riojana de segundo orden local deja de ser colega de los que ya han disputado la mayor parte de la fecha final? Recordemos que a Nieto no lo mataron a la salida de un boliche o después de cobrar un cheque en un banco. Lo lincharon cuando se subía a su auto después de un partido entre Chacarita y Tiro Federal, correspondiente a la Liga Aimogasteña. Es decir, a Nieto lo mataron en pleno ejercicio de su rol de futbolista. Como el día que esos cobardes encapuchados golpearon a Arano y a Román en Barrio Alberdi. O como ayer, en ocasión de una nueva visita de barras de Colón a los futbolistas que, encima de soportar el muerto que dejó Lerche, ahora se bancan el dedo acusador de los que, también ellos, viven del club.
¿Incoherencia? ¿Irrespetuosidad? ¿Negación? Tal vez sólo sea un correlato solidario con aquellos que dieron un día más de duelo por la muerte de Chávez que por el asesinato institucional de decenas de argentinos en la Estación Once.
Como, aunque se empeñen, no siempre los patéticos de los escritorios consiguen pleno suceso en sus bochornos, podemos celebrar que el semestre dejó varios momentos de buen fútbol. Muchas buenas intenciones. Pocas veces sostenidas en el tiempo –la desesperación por el resultado condiciona a demasiados–, pero me animo a decir que cada fin de semana encontramos alguna almohada en la que apoyar nuestro sueño de un fútbol mejor jugado.
Por encima de todos, el River de Gallardo. Ya tendremos tiempo para adjudicarle sus méritos al Racing de Cocca –aunque sólo expliquen un poco, 22 puntos sobre los últimos 24 y un gol en contra en ocho partidos son una buena síntesis–; o a Nacional de Medellín, si lograra ganar una final para la cual River se convirtió en favorito en los 45 minutos finales de la ida. Pero como siempre es canallesco justificar argumentos con el diario del lunes, prefiero decir ahora mismo que River es el mejor equipo argentino del momento. Es el que mejor jugó –por lejos– cuando jugó bien y es el que con mejor base de sustento termina el año para pensar en un 2015 inolvidable.
Del mismo modo que los detractores de un técnico poco amiguero de cronistas se plantan en el presente –y en el pasado reciente– para cuestionar su rendimiento y relativizar sus méritos, entiendo necesario recordar de dónde viene este River de Gallardo. Recordarlo ahora mismo, antes de que los resultados digan si se lleva todo, una parte o nada. El reduccionismo del resultado seco es el argumento ideal para quienes se ofenden cuando un entrenador obliga a sus jugadores a pensar el fútbol desde la armonía, la fluidez colectiva, la agresividad bien entendida y el brillo individual. Es indudable que este River de hoy no se parece demasiado al que deslumbró en las primeras semanas del post Mundial (ya se habló en este mismo espacio de la mezcla de asombro y sinsabor que provocó verlo tan cerca del golpe como del juego en las semifinales de la Sudamericana). Tan indudable como que, después de que el universo de las pelotas sugiriera que Ramón Díaz se fue de Núñez para dejarle el muerto de un plantel roto a una dirigencia que nunca lo quiso –así te lo explican los que balbucean el mundo River–, muy pocos podían augurar que este equipo, que supo jugar infinitamente mejor que el del Pelado, concluyera la temporada con salud plena y abrochada la cucarda de una semifinal ganada a Boca.
Marcelo Gallardo fue una excelente elección de Francescoli, de D’Onofrio o de quien fuere. Se trata de una apuesta que, aun con sus errores y con un presente de más impulso anímico que de juego, acerca al hincha de River con sus raíces. Con las críticas que merece el momento, con el error de haber desmantelado toda posibilidad de juego creativo en el partido decisivo con Racing, con el distorsivo que significó tener que cruzarse con el clásico rival en una instancia sensible de los torneos y del desgaste mental y físico de un plantel limitado. Con todo eso y con todo lo que vos quieras agregar, no quiero dejar de recordar la imagen de muchos señores de más de 30 que, hace apenas un par de meses, me confesaban no tener muy en claro si alguna vez se habían ilusionado tanto con la forma de jugar de un equipo propio.
Casi sin refuerzos, convirtiendo en figura a descartados como Sánchez y Mora, apostando por Kranevitter y Pisculichi como piezas decisivas, reacomodando a Teo mientras todos esperaban por Pratto, elevando a toda una defensa al nivel de potenciales convocados por Martino, este River de Gallardo le devolvió a su club algo que vale muchísimo más que un título: le devolvió la identidad.
Quedará en manos de su gente la sabiduría ante un eventual traspié. No midan las cosas sólo por los números, esa verdad que legitima a Racing por encima de Milito, Bou, Saja, Videla y los muy buenos relatos de Jorge Barril.
Piensen que, gracias a este equipo, River volvió a ser sinónimo de buen fútbol. Lo que para un club castigado por diversas pestes, encabezadas por la de los barras que aún hoy lo infectan todo, es una conquista superior a la de un gol de campeonato.