El gran ganador es el mundo en su conjunto. Por primera vez hubo consenso mundial en reconocer que el cambio climático es un serio problema para la humanidad. Ante un problema, el primer paso para solucionarlo es reconocerlo. Intentos anteriores, como el Protocolo de Kyoto, fracasaron porque no adhirieron todos los países, particularmente Estados Unidos, principal contaminador histórico. El argumento dado por el entonces presidente Bush (h) fue que el estilo de vida norteamericano no era negociable (2003).
El principal objetivo es apuntar para el 2100 a “mantener el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de 2°C con respecto a los niveles preindustriales, y proseguir los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura a 1,5°C con respecto a los niveles preindustriales...”
Para ello, 186 países de los 195 presentes en París dieron a conocer sus “contribuciones nacionales” a la mitigación del cambio climático mediante promesas de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Aquí se presenta una incongruencia flagrante: la sumatoria de estas “contribuciones nacionales” tienen como efecto un aumento de la temperatura media de 3° a fines de siglo. Es por ello que el acuerdo brega por la revisión periódica –cada cinco años– de dichas contribuciones.
Se admite la responsabilidad compartida, pero diferenciada, según los países. A los países desarrollados se les exige que reduzcan sus emisiones en sus contribuciones nacionales, mientras que a los que no lo son, se les insta a que las limiten o las reduzcan en función de sus capacidades. Asimismo, se insta a los países a alcanzar un techo en sus emisiones de gases de efecto invernadero “lo antes posible”. Los países desarrollados deberán hacerlo cuanto antes mientras que no se fijan lazos par el resto de los países.
Uno de los principales puntos de discusión, incluso mucho antes de esta reunión de París, era si el acuerdo a arribar era vinculante o no para las partes. No lo es. Fue el costo para que, entre otros, firmase Estados Unidos para poder ratificarlo su Congreso. Lo único “vinculante” en este acuerdo es “preparar, comunicar y mantener las contribuciones nacionales”, poniendo en marcha “medidas domésticas” de mitigación para cumplir con los objetivos nacionales que se haya fijado en su contribución.
Los países desarrollados se comprometen a lograr hasta 2025 que se movilicen cien mil millones de dólares anuales de ayuda internacional a los países más necesitados.
Los perdedores por este acuerdo son, sin duda alguna, los negacionistas; los que no reconocen que hoy la humanidad se enfrenta a un grave problema como es el cambio climático y el consecuente calentamiento global, que afectará en forma creciente a las generaciones futuras.
También pierden, pero a medias, los intereses de las corporaciones petroleras. Por un lado, se ven afectados por el compromiso de establecer una tendencia a la baja en la utilización de combustibles fósiles, principales causantes de los gases de efecto invernadero. Pero por el otro, han logrado que se incluya como uno de los objetivos del acuerdo que a partir del 2050, se deberá llegar a un “equilibrio” entre las emisiones de gases contaminantes y la capacidad de absorción de los mismos, sobre todo del dióxido de carbono. Se trata, sin duda, de apostar a innovaciones tecnológicas de mecanismos de secuestro y almacenamiento de carbono, tardío argumento que defienden los países petroleros para continuar con sus planes estratégicos de producción de combustibles fósiles.
En síntesis, este acuerdo es sólo un primer paso. No es poco al estar consensuado por unanimidad de todos los países. Pero sólo promesas.
*Economista y Dr. en Filosofía (Universidad de Buenos Aires). Autor de Economía, ética y ambiente (Eudeba). Preside Fundabaires.