En años de crisis económicas, que en Argentina desde hace medio siglo son cada vez más seguidos, la mirada crítica se vuelve insistentemente a revisar la evolución del gasto público. No hay mucho de original en la actitud: desde la Independencia misma, las gestas patriotas se pagaban y luego se veía de qué manera se financiarían. Es la lógica de la emergencia, que se aplicó nuevamente durante la pandemia en buena parte del mundo. Y por ésta vez, la política económica local se movió al compás de una tendencia mundial. La diferencia, claro está, es que mientras en buena parte de las economías de desarrollo medio y alto los gobiernos se endeudaban o emitían para mitigar la brusca caída de la recaudación por la inactividad, por casa ya habíamos agotado estas instancias: la Nación y las provincias ya habían agotado su crédito internacional y emitir sin respaldo ya fue el deporte nacional de todos los que mandaron, sin distinción: por elecciones o golpe de Estado, derecha o populistas, más o menos intervencionistas. A la hora de la verdad, lo que siempre salvaba la ropa era la Casa de la Moneda.
Quizás la diferencia con otros diseños de política económica es el cortoplacismo. En lugar de articular el gasto público como herramienta insustituible para orientar la economía en una senda de desarrollo sostenible, su expansión fue una rueda de auxilio para salir de paso, generar consensos legislativos que las urnas no habían otorgado o, como ocurre ahora, granjearse la simpatía popular que las de-satenciones, la impericia y la fatalidad sanitaria negó en el favor popular. Sin embargo, lo que nunca ocurrió fue una verdadera ancla anticíclica que amortiguara la actividad cuando entraba en recesión o morigerar la euforia cuando llegaba la época de vacas gordas.
En los últimos 20 años, el gasto público total subió casi 15 puntos del PBI, para situarse arriba del 41% en 2019, según estimaciones de Orlando Ferreres. Incluso, calculó casi cinco puntos más para el fatídico 2020: en el que cayó el producto 10% y se incrementó el gasto. Recordemos que, durante la otra gran crisis de 2020, el coeficiente del gasto/PBI había tocado un mínimo histórico de 24%.
Además de haber anulado la condición de equilibrador automático del gasto, el otro lastre de la política fiscal argentina es la falta de análisis crítico sobre su eficiencia. Parecería que su sola orientación justifica cualquier monto en las erogaciones públicas. Rubro como salud, educación o infraestructura básica (por ejemplo, ahora la conectividad puesta a prueba durante los aislamientos obligatorios) parecerían estar exentos del ABC del cálculo económico: decidir entre dos o más alternativas ante la escasez de recursos. Este concepto, sin el cual no existiría la economía como disciplina social, se aplica no solo al “gasto” sino también a la inversión. No solo la prudencia y el decálogo del buen administrador aconseja gastar sabiendo cómo se va a financiar, sino que también se debería aplicar a cuando dicho gasto no es para el consumo público en el mismo período sino para aumentar la producción o valorizar un consumo posterior.
Así, muchas veces se exonera la razonabilidad de un gasto adicional en educación, recordando que en realidad es una inversión y como tal justificaría cualquier decisión. Si fuera así, cada peso invertido en conectividad para las escuelas no podría compararse con un aumento en el salario docente, un subsidio mayor a las escuelas de gestión privada o el viaje de egresados que ahora dice “garantizar” el gobierno bonaerense. No querer introducir una prioridad para fijar límites a cualquier tipo de erogación pública es negar de raíz la razón de ser del presupuesto. Aunque, como recordaba el Presidente al principio de la pandemia, estos “nunca se cumplen”, su inexistencia lleva a poner el límite de toda acción de gobierno al hecho fáctico que se acaba el excedente financiero, se vacían las reservas o que la inflación, implacable, socava el esfuerzo fiscal. Autorregularse un límite es mejor que desentenderse y que lo haga, con toda su crudeza, “el mercado”.